La noche del sábado 2 de febrero de 1952 se celebró en el pueblo de La Paz, en ese momento departamento del Magdalena, un baile de carnaval en el sitio conocido como ‘La Tuna’, un salón de propiedad de Julio Calderón, reconocido jefe liberal de esa población.
Escuche la canción de la angustiosa época de violencia oficial de los 50’s de Chico Bolaños, ‘La Chulavita’:
Aquella noche todo era alegría y jolgorio hasta que un niño que recogía las botellas vacías del lugar fue atacado por un pequeño grupo de policías, llamados chulavitas, que allí departían. Julio Calderón enfrentó a los militares y estos le rodearon, lanzando improperios y amenazas. La población se levantó defendiendo a su paisano. Hubo golpes, disparos y sangre. El resultado: dos fallecidos y un herido de gravedad, todos del grupo de chulavitas.
La respuesta no se hizo esperar. La madrugada del 3 de febrero un numeroso grupo de soldados entró al pueblo arrasándolo, asesinando a quienes encontraba a su paso y quemando las casas de bahareque y techo de paja. Nunca sabremos con certeza el número de víctimas mortales ni de viviendas destruidas. Algunas versiones hablan de 2 muertos y 25 casas, otras de 40 muertos y 30 casas. La verdad nos ha sido vedada, tal como sucedió con la matanza de las bananeras.
Muchas personas alcanzaron a salir del pueblo antes de la hecatombe, refugiándose en las fincas y poblaciones vecinas.
LA VISITA DE GARCÍA MÁRQUEZ
El 15 de marzo de 1952, Gabriel García Márquez publicó en su columna La Jirafa del periódico El Heraldo, bajo el seudónimo de Septimus, una nota titulada ‘Algo que se parece a un milagro’, narrando su visita a La Paz después del infortunio, visita propiciada por Manuel Zapata Olivella antes de escapar del lugar, huyendo a una posible oleada de violencia.
Gabo afirma que a su llegada “aún se respira en el ambiente la ley marcial como consecuencia de los hechos amargos ocurridos hace un mes” y resalta que La Paz es el sitio perfecto “para escuchar –al pie de la vaca, como quien dice- la música vallenata en su estado original. No podría decir cuántas personas ejecutan con maestría el acordeón en este lugar. Pero mucho menos podría decir cuántas saben cantar los aires folklóricos, que allí nacen y crecen con fecundidad…”
Pero, lo extraordinario era que desde hacía un mes no se escuchaba cantar a nadie. “Sobre los escombros de veinticinco casas incendiadas, los hombres habían cerrado los acordeones y las mujeres se habían refugiado en el melancólico y taciturno silencio que sucede a las grandes catástrofes”, anotaba Gabo.
EL OBJETIVO ERA JUAN LÓPEZ
La intención de García Márquez era conocer a Juan López, acordeonero que gozaba de fama y reconocimiento en toda la región, pero que había abandonado el pueblo dos días después de los hechos seguramente por el mismo miedo que sintió Zapata Olivella.
“Aquel era un pueblo extraño, desconocido, sin una sombra humana por sus calles desiertas y unas casas cerradas y oscuras, dentro de las cuales apenas podía oírse el profundo latido de los malos recuerdos”, escribe Gabo, dejando entrever la genialidad de su pluma que explotará un quindenio después con ‘Cien años de soledad’.
Hacia la medianoche, escribe el futuro Premio Nobel 1982, “nos decidimos a convencer, por cualquier medio, al acordeonista Pablo López, hermano de Juan y miembro de una familia de músicos tradicionales”, familia que hoy ostenta varios reyes del Festival de la Leyenda Vallenata, e incluso el rey de reyes 2017 Álvaro López Carrillo pertenece a esta dinastía.
RONDABA LA TRISTEZA
Aquella lejana noche de 1952 todos los argumentos eran inútiles para convencer a Pablo de ejecutar su acordeón. Según las palabras de García Márquez, el juglar alegaba que “hacía un mes no tocaba y que había perdido la práctica, que había veinticinco casas quemadas y dos campesinos muertos; que las mujeres no salían de sus casas, no cantaban y no querían comer”.
De pronto, una mujer que cargaba un niño le dijo: “Por nosotras no te preocupes, Pablo. Si quieres tocar, toca, que hace un mes no se oye música en este pueblo”. Hubo un largo silencio. Ya con el cosquilleo en sus dedos, Pablo le dijo a uno de sus hijos: “Bueno, muchacho, tráeme el acordeón para ver qué pasa”.
“Y pasó lo que tenía que pasar”. Pasó que Pablo López tocó como nunca en su vida. Al cabo de un rato llegó un hombre en un burro y se le dijo: “Canta, Sabas”. Y el del burro dijo: “Qué voy a cantar, si ya se me olvidó, hace un mes que no canto”. Pero lo que Sabas tenía eran deseos de cantar, y cantó. Luego cantaron todos los que fueron llegando.
Las tiendas estaban iluminadas y en la mitad de la plaza, a todo grito, con una voz destemplada, un borracho cantaba el último paseo de Rafael Escalona. El comentario final lo hizo la dueña del hotel, que estaba en la puerta de su establecimiento, mirando al hombre que cantaba: “Es el primer borracho que se ve desde hace un mes.”
De esta manera Gabriel García Márquez retrató la magia y el poder del vallenato que, como el ave Fénix, resurge de sus cenizas y supera los malos tiempos convirtiéndolos en melodías y versos.
POR CARLOS LIÑÁN PITRE/ESPECIAL PARA EL PILÓN