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Un auto de fe

CORTESÍA.

Todos los púlpitos de templos y conventos de la vieja urbe habían repetido por boca de los diáconos el primer auto de fe que como mandato de sentencia había decidido Juan de Mañozca, un religioso de la orden de Santo Domingo. Vizcaino de patria, licenciado en Cánones de la Universidad de Salamanca, era, para la época que nos ocupa este relato, el Inquisidor del Santo Oficio en Cartagena de Indias.

Para tan gran acontecimiento de ese primer auto de fe, los sermones de todas las misas se ocuparon por días en predicar el asunto, porque en ellos se leía el texto de la condena de varios penitenciados por delitos contra la religión. El mismo Mañozca lo había pregonado de primero, trepado en el balconcillo que hacía de tribuna eclesiástica, un domingo en el templo de Santo Toribio, con un solideo negro sobre la cabeza, su chivera de viejo cabrote, envuelto en los pliegues de una capa dalmática.

Se daría, según su voz de aquella ocasión, un año de indulgencias que borraban todos los pecados a quienes asistieran a la penitencia pública de unos herejes en una plaza abierta, y obligaran a su servidumbre y esclavos a estar presentes en ese festejo grande que se tejía para regocijo de la feligresía de aquel puerto.

Sólo se esperaba que de España regresara la flota de los galeones del Rey para que desde sus troneras los cañones detonaran salvas, que a su vez serían respondidas por los artilleros de la muralla con disparos de bombardas y culebrinas. Tal estropicio de retumbos debía ser el anuncio del prebendado vizcaíno Mañozca para iniciar la ceremonia que exaltaría la pureza de la muy católica fe.

Su tribunal compuesto por frailes dominicos, desde Cartagena de Indias cubría con temible celo su autoridad en todo Nuevo Reino de Granada, los obispados de Panamá, Venezuela y las lejanas islas de Puerto Rico, Cuba y Santo Domingo donde su poder de castigo llegaba a los impíos, a los judíos seguidores de la Ley de Moisés, a los blasfemos, a los moros de Mahoma, a los nigromantes, brujas y protestantes, a quienes leyeran libros prohibidos por el Papa y biblias escritas en lenguas romances con menosprecio de las impresas en latín, el idioma del incienso y los altares.

Al tañido de campanas en la ciudad, se unirían los cornetines de las milicias reales, y los acompasados redobles de las cajas de guerra sobre los lomos de las murallas marcarían los instantes en que se daría vida al perverso desfile. Ya en la mañana, la voz de un pregón por las esquinas del Portal de los Dulces, de la Calle de las Damas y la Plaza de los Coches, avisaba para ese día el auto de fe que condenaba a unos herejes, entre ellos a la quemazón de un inglés luterano.
Mucho años después de aquel día infeliz, los negros seguían personificando a ese inquisidor Mañozca con el nombre africanizado de “El Mañoco”, como la encarnación del mismísimo demonio.

Para esta ocasión que narramos, las damas de linajes, aromadas con esencias de flores, traían prendas hechas con oro momposino, mantillas y peinetones de carey, no faltando la basquiña de alambres que abombaban sus faldas como un repollo. Los hidalgos y notables lucían sus mejores velloríes y bombachos de Flandes para mostrarlos en tan grande ceremonia.

En la Plaza Mayor, el palco de los altos prelados, ocupado además por el Gobernador, almirantes de la flota y capitanes de milicias, estaba arropado con terciopelos y sedas carmesí. Un lado lo ocupaban los caballeros de Calatrava con sus capas blancas, apoltronados en butacas decoradas con alcatifas moriscas. De pie, por ser un privilegio, estaban los regidores del Cabildo, el Alférez Real y el Alcalde Mayor sosteniendo entre sus manos un bastoncillo de ébano. Y allá, a la distancia prudente, los esclavos y la multitud de los don nadie, obligados a presenciar en el pleno de la plaza.
Todo el mundo sabía que en el sótano del Palacio de la Inquisición, Mañozca tenía aparatos de espantosa fama. Estaban las garruchas con poleas aceitadas para descoyuntar por estiramiento brazos y pies; la parrilla de barrotes para asar carnes vivas; los garfios para desgarrar vientres y espaldas; los hierros que al rojo vivo queman cuerpos, y todos los instrumentos diabólicos para causar sufrimiento y terror. También, a un lado, en un banco de madera había un fraile que anotaba los gestos y frases de los supliciados para darle categoría de “confesión” de delitos de herejía.
Hoy 13 de mayo de 1619, el estruendo de los falconetes disparados en los dorsos de las murallas, señalan el inicio del sacrificio. Como un rey de los buitres, en un alto dosel de damasco está el inquisidor Mañozca. A su lado tienen el estandarte del Santo Oficio que bate la brisa frente a una muchedumbre amedrantada. Entonces en fila, por la boca de una calle sacan a los penitenciados. Van vestidos de liencillo blanco y algunos llevan velones en la mano, pero todos con cuerda al cuello, un capirote puntudo como un cono en la cabeza, cubiertos con el sambenito o saco pintarrajeado con figuras de diablos y la Cruz de San Andrés. Los flanquea una escolta de alguaciles armados de alabardas y dagas al cinto. Un fraile entona el salmo “Miserere meu Deus”. Las campanas de todos los campanarios dan dobles de funeral.
Entre los castigados va el negro Jacinto Lucumí, condenado a azotes, acusado de echar la suerte del cedazo y la batea. También un falso fraile que en Tolú hacía matrimonios y vendía absoluciones de pecados por un cuartillo de a real, condenado a remar como galeote en las flotas del rey. Va un portugués condenado a calabozo oculto porque se había sacramentado en dos matrimonios, uno en Perú y otro en Tunja. En esa procesión de desdicha están tres mulatas que confesaron con la flagelación de rejo, la sed y el hambre, ser brujas escobajeras que, en una playa de Barú danzaban desnudas en ronda con el Gran Chivato.
Como número especial, de último desfila el jovenzuelo Edan Edom, el inglés, con apenas los primeros pelillos de su barba, acusado de antipapista y de rehusarse a besar una estatuilla de la Virgen. Había venido en una goleta de Cumaná como inocente comprador de tabaco, pero se tenía que vengar en él las raterías y violencias que hicieron los piratas ingleses en los puertos del caribe español. Con el coraje de su raza, sin ataduras, camina a su holocausto y se para indiferente frente a la pilastra de leña. El verdugo le ata las manos a un poste como a un Ecce Homo. La áspera biblia de los puritanos le nutría su altivez en los momentos supremos de su inmolación. Apenas un sudor desciende de sus cabellos rubicundos. Comienza a subir la llama de la Inquisición católica. El reo musita salmos con los ojos cerrados mientras lo devora la llamarada. No se le oye ni un leve quejido. Un fuerte hedor de carne requemada se esparce por todo el ámbito. Con la última crepitación de la pira decaída de flama, cuando el humo se diluía en el aire de la tarde, la multitud cabizbaja, como si se desperezara de una parálisis de pavor, comienza a dispersarse. La plaza va quedando vacía con los sucios deshechos de un carnaval siniestro.
Las bocacalles se van tragando a la muchedumbre que regresa silenciosa a las casuchas de las barriadas. En esos momentos, en la celda de un convento, un jesuita catalán con vocación de santo, Pedro Claver, interpreta desde su ventanuco la zozobra de la gente que pasa, y de rodillas frente a un viejo crucifijo, se ensimisma con fervor en la plegaria del Ángelus.

Categories: Crónica
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