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Un antes y un después

Antes de que existieran el tiempo, el espacio, la materia y la energía, existía Dios. Ni la fe ni la ciencia pueden aún decirnos cómo lo hizo pero, de la nada, sacó estos cuatro elementos y los mezcló de tal manera que produjeran todo lo existente. Nació el universo, un universo inmenso cuyos confines son sólo conocidos por su Creador; un universo dinámico, cambiante, un universo que evolucionó hasta convertirse en lo que hoy conocemos, y que sigue evolucionando para convertirse en algo que aún nos resulta desconocido. En este vasto espacio Dios insertó un pequeño mundo: nuestra tierra. Y, en él, una especie con capacidad de raciocinio y también con capacidad de renunciar a su razón: los humanos.
Dios nos hizo a su imagen y semejanza, puso en nosotros la impronta de su ser y nos adornó con ciertos dones que la teología ha llamado “preternaturales”: Inmortalidad, por lo que el hombre podía no morir; Impasibilidad, por lo que no sentiría dolor ni pena; Integridad, por lo que sus pasiones estarían sujetas a la razón; y Ciencia, es decir, un conocimiento sin error. El incorrecto uso de otro don, sin embargo, sería la causa de que el hombre perdiera estos tesoros. La decisión libre de “querer ser como Dios” le condujo a la desobediencia y aquél estado de gracia original se esfumó. Es cierto que aún queda en su corazón “el eco lejano de la santidad primera”, pero las consecuencias de aquella decisión cambiaron radicalmente su vida: la muerte, el sufrimiento, la concupiscencia y el error hicieron su entrada en escena y la naturaleza entera se vio afectada en su esencia.
Si Dios pensara como nosotros, habría inmediatamente mandado “al carajo” todo y buscado un lugar distante, tal vez otro mundo orbitando una estrella similar al sol, para comenzar de cero, mientras hacía sonar sobre la tierra las trompetas del apocalipsis. Pero la mente de Dios no es nuestra mente y, en lugar del Armagedón, decidió modificar su plan para brindar una tabla de salvación a la humanidad que naufragaba y, mientras leía a los avergonzados Adán y Eva la sentencia merecida, una promesa hizo aparecer la luz al final del oscuro túnel: un Salvador, un nacido de mujer aplastaría la cabeza de la serpiente, símbolo del mal y del malo que se habían introducido en la historia.
La vida humana presente transcurre en la lucha constante entre nuestras pasiones y nuestra razón, el dolor y la pena que se ciernen innumerables veces sobre nuestros días, el conocimiento parcial y con frecuencia erróneo de la realidad y el miedo aterrador que nos causa la necesaria muerte. Sin embargo, la esperanza cierta de que un mundo perfecto nos aguarda, llena de valor nuestros corazones. Dios no nos ha abandonado. Prueba de ello es que decidió visitarnos y sellar con su sangre, derramada en la cruz, el pacto del amor. El camino al paraíso se iluminaba de nuevo y las puertas que fueron cerradas por los ángeles a las espaldas de un Adán condenado a muerte, fueron abiertas por el mismo Dios frente al nuevo Adán, vencedor de la muerte. Para avivar nuestra esperanza y fortalecer nuestra débil fe, Dios llevó consigo a María en cuerpo y alma, constituyéndola en primicias de la humanidad resucitada. Es eso lo que conmemoramos en la Solemnidad de la Asunción, celebrada año tras año el día 15 del mes de agosto y causa en Colombia del segundo festivo de ese mes. Feliz domingo.

Marlon J. Domínguez

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