Hoy jueves primero de abril, correspondiente a la Semana Santa de 2021, a mi ánimo psíquico lo embarga una profunda tristeza. El motivo es el fallecimiento de Carlos Salgado Montoya, acontecido la madrugada del domingo pasado en la Clínica del Caribe de Barranquilla, donde aguantó el covid-19 por varios días, sin duda alguna, con esmerada atención.
A Carlos Salgado (q. e. p. d.) lo conocí en Bogotá en el segundo semestre de 1967 cuando empezamos a estudiar Medicina en la Universidad de los Andes, donde cursamos los primeros dos años de nuestra anhelada profesión; en 1969 nos trasladamos a la ciudad de Cali a culminarla. Desde esa época de estudiante comencé a estimarlo y admirarlo por su inteligencia y nobleza, pues a mí me ayudó con mucha benevolencia y espontaneidad; por ejemplo, yo llegué a Cali con precaria condición económica, lo cual me auguraba un futuro incierto porque ni siquiera tenía el dinero para matricularme, cuyo costo mínimo anual de entonces, según la declaración de renta, no superaba los 300 pesos; en vista de mi impase se brindó como mi codeudor y aceptaron su garantía y con matrícula fiada inicié el tercer año de la carrera de Medicina en la Universidad del Valle de Cali.
Por circunstancias que no merecen comentario, mi situación se hizo más difícil, ante lo cual, mi amigo Carlos me invitó a compartir el apartamento cercano a la universidad, que lo habitaba con José Ordosgoitia, Boris Burgos y Roberto Rivas Cotes, todos estudiantes de Medicina. En dicho apartamento a menudo nos visitaban Efraín Corrales y Héctor Ibarra, también estudiantes de Medicina en la misma universidad. Carlos, Roberto y yo íbamos en un año superior.
En la universidad, por el orden alfabético, las actividades realizadas en grupos de estudiantes con frecuencia nos correspondía hacerlas juntos, esto ayudó a consolidar nuestra amistad que, en esta columna, con sumo orgullo la publico y pregono. Carlos Salgado Montoya fue una persona noble y yo, mientras viva, lo recordaré y le guardaré infinito respeto por sus extraordinarias cualidades, entre las cuales sobresale la humildad con la que siempre trataba a sus semejantes sin ninguna discriminación.
Carlos hizo el año de Internado Rotario de pregrado en el Hospital Universitario de Cartagena, con el propósito de poder visitar a sus padres (Rafael Salgado y Cielo Montoya) que vivían en Chinú, Córdoba, para mitigar sus sufrimientos, debido a que su hermano murió antes de comenzar dicho año. Muy cierto aquello de que quien es buen hijo es buen esposo, buen padre, buen abuelo y, lógicamente, gran amigo. Quiso cumplir la medicatura rural cerca de Valledupar por su ferviente amor a la música vallenata, la consiguió en Chimichagua, Cesar, donde dejó muchos amigos que jamás lo olvidarán.
Fue uno de los impulsadores del Festival de Acordeoneros y Compositores de Chinú. En Villanueva, La Guajira, donde celebran el Festival Cuna de Acordeones, tuvo innumerables amigos, entre ellos a los difuntos Rafael Orozco y ‘Poncho’ Cotes Junior, además los integrantes de la dinastía Romero. Creo que no hay folclorista vallenato que no sea su amigo. La otra pasión de mi amigo Carlos era el billar, especialmente el que se juega a 3 bandas, de esto es fiel testigo mi compadre Héctor Ibarra.
En 1980 contrae nupcias con la preciosa dama barranquillera Isabel Ojeda, con quien tuvo tres hijos biológicos, 2 varones (Carlos Eduardo y Roberto José) y a Gina Paola, además tuvieron otra hija putativa, a Karen sobrina de Isabel; es decir, la criaron como hija propia. Para que mi gran amigo tuviera mucha más felicidad sus dos hijos se desposaron con vallenatas. Dios premia a la gente buena. Adiós, amigo mío.