Recuerdo como ahora, mis clases de física, física cuántica primaria, cuando estudiaba con vehemencia los temas de las energías y sus diferentes clases o formas como también sobre los sistemas para captarlas, almacenarlas y distribuirlas; entonces hablábamos de acumuladores de energía como dispositivos diseñados para almacenar energía y luego liberarla cuando fuese necesario.
Así se dieron las baterías, condensadores, depósitos de la inercia y otros dispositivos, cuya función es optimizar el uso de la energía, evitar desperdicios y garantizar un suministro constante. La capacidad de almacenamiento y eficiencia obedece a un diseño acorde con el tipo de energía que se deba manejar.
Se hablaba ya con más profundidad cómo la física cuántica a nivel espiritual permite que todas las partes de nuestro cerebro estén interconectadas.
Hoy, después de leer tanto temas que me atraen y apasionan dentro de las neurociencias en lo concerniente con las teorías sobre las emociones, veo que el cerebro en los humanos tiene mucha similitud con los acumuladores de energía, que cuando se depositan en él las emociones negativas con sentimientos de odio, en vez de dejarlas fluir o gestionarlas para recomponer su estabilidad mental, en cambio, las absorbe y las acumula hasta sobrecargarse y explotar o fallar, que es lo que sucedería con un acumulador de energía si no se usa correctamente.
En este caso, el cerebro humano en vez de almacenar algo útil para el beneficio propio o ajeno, acumula resentimiento, lo que lo consume y puede convertirlo en un peligro para sí mismo y para quienes lo rodean.
Mientras que un acumulador de energía está diseñado para liberar su carga de manera controlada y productiva, un ser humano que solo acumula odio pierde su capacidad de manejar las emociones racionalmente. La clave está en liberar esa energía acumulada de manera positiva, ya sea en forma de aprendizaje, perdón o transformación personal.
Es lo que pasa con algunos jefes de Estado de las repúblicas autócratas, que han demostrado ser acumuladores de odio político y social, que no ven más allá de su fanatismo, alimentándose de la confrontación y el resentimiento histórico para consolidar su liderazgo. A lo largo de su carrera, han construido su discurso sobre la polarización, presentándose como los redentores de los excluidos -palabra de moda-, mientras señalan a sus opositores como los enemigos del pueblo.
Como un acumulador de energía que se sobrecarga hasta el colapso, estos falsos mesías han concentrado años de descontento social, frustraciones históricas y antagonismos ideológicos, usándolos como combustible para movilizar a sus seguidores. En lugar de buscar consensos, suelen avivar las diferencias entre clases sociales, sectores políticos y regiones del país. Sus discursos, más que tender puentes, nutren el resentimiento, perpetuando la división entre “el pueblo” y “las élites”, y este es el sofisma de distracción más usado.
En el poder, lejos de descargar esa acumulación en soluciones efectivas, parecen seguir almacenando tensión, culpando a sus predecesores y a la oposición de sus propios fracasos. Así, estos gobiernos se asemejan a un sistema al borde del colapso, donde el exceso de energía negativa impide el progreso real.
Si no se canaliza esa carga en acciones concretas y unificadoras, su legado será el de unos países más fragmentados que nunca, como ha sucedido en la historia política americana en los últimos años con Cuba, Nicaragua, Venezuela y que podría suceder en Colombia si su presidente no enfoca sus emociones por el camino correcto que conduzca a una alianza con la razón política y social, demandada para con el futuro de la humanidad, su progreso y paz total, y que a la vez, más bien, sirva de ejemplo para que sus predecesores, en vez de condenarlos en cada momento, sean redimidos de tanto errores que cometieron abrazados por las pasiones políticas que los condujeron a la corrupción y al desprecio social de un pueblo dejado en los brazos del olvido en la búsqueda de soluciones para destruir su propia miseria.
Por: Fausto Cotes N.