A la cantadora y cocinera Tulia Ditta Mazo la muerte se le presentó tres días antes de su cumpleaños. Para entonces ya había escogido el vestido de flores, los aretes y el collar que luciría en la celebración de su natalicio. Su familia y amigos se preparaban para bailar, comer y tomar en su casa en Sabanalarga, Atlántico. Mientras que el grupo de cumbia, al que pertenecía, afinaba los instrumentos para amenizar la fiesta. Seguro que sus amistades, los que vivían en la plaza de Sabanalarga, como todos los años, estaban preparando los regalos que le darían a esta mujer ancestral.
Sin embargo, el grupo de cumbia terminó de afinar sus instrumentos y salieron a tocarle. Armaron el atril para ubicar la tambora, buscaron las sillas para que se sentaran los tamboreros, en esta oportunidad el escenario no fue el follaje de los árboles de mango del patio de su vivienda, sino al lado de su tumba. Y tras irrumpir la música, no hubo gritos de regocijos sino rostros llorosos y exclamaciones de dolor. Interpretaron ‘La cama berrochona’ o ‘El tumbé, tumbé’, que ella grabó, en los años 80, en aire de cumbia, en un proyecto musical dirigido por Juan del Vilar. Fue la última vez que se reunió este grupo que conformaba con Arnulfo Meza, Pedro Gutiérrez Raúl Mercado y Virgilio Sarabia.
Tulia fue una mujer que se destacó por quebrarle la columna vertebral a las rígidas reglas dictadas por el paternalismo, lo logró apoyándose en su vocación de cantadora y bailadora de cumbia y son de pajarito.
Lo suyo fue una lucha constante por defender el derecho a participar en ruedas de baile sin que fuera señalada por la sociedad al hacerlo. Incluso lo ejerció frente a su hija, Miladis Tuesca, cuando se oponía que a los 86 años de edad continuara involucrada en estas actividades.
Para defender sus derechos, además de hacerlo con su actividad como bailadora, creó un discurso argumentativo en el que incluía frases como: “Eso es lo que a mí me gusta y es lo que me llevo”; “Lo que me llevo es lo que gozo y lo que me como”. Tenía razón para luchar por ellos, era una destacada bailadora, tanto que ganó varios festivales de cumbia, incluyendo el más importante de todos, el de El Banco, Magdalena.
Hasta el día de su muerte se pintó los labios, se puso aretes, collares, vestidos coloridos y de flores. Y cuando consideraba que no tenía un traje adecuado para participar en una actividad cultural le preguntaba a su nieta Marta Mercado: “¿No tienes por ahí una cortina que me prestes?”. Se envolvía en ella, a manera de vestido, y salía para su fiesta, de allá venía borracha, recuerda su hija Miladis.
Lea aquí también: 88 años del negro Durán, al que llaman Naferito
Pero también hizo de la cocina su vida y una de sus actividades productivas, de ahí que la recuerden por el sabor del mondonguito de cerdo que preparaba, de las butifarras, los pasteles de pollo y cerdo, los bollos de limpio, de mazorca y de angelito. Proceso en el que no faltaba la música, porque mientras cocinaba cantaba versos entonados en rondas de son de pajarito, los que aprendió en sus constantes viajes a pueblos ubicados en ambas orillas del río Magdalena. También versos en décimas, algunos de su autoría, así como canciones en ritmos del Caribe colombiano.
Otra labor en la que se desempeñaba era en la venta de ropa de segunda y de cerdo en los pueblos aledaños a Sabanalarga, donde celebraban fiestas patronales. En esos lugares bailaba cumbia y compraba productos del campo que comercializaba en su ciudad natal.
Fuera de las rondas de baile y de la cocina estuvo relacionada con la tradición del pío, pío gavilán y los carnavales. Era de las que esperaba el desfile de los campesinos para, cuando entraran al pueblo, ofrecerles un ramo de flores al labriego que ganaba entonando versos alusivos a esta expresión cultural. Organizaba y participaba en las danzas de los Ovejos y del Golero, y el miércoles de ceniza salía a las calles de Sabanalarga a cantar y bailar son de pajarito.
Pero esta mujer, llena de música y baile, tenía una faceta solemne la de rezandera en velorios, calles y cementerio. En esta actividad procuró mantener vigente la costumbre ancestral de rezar cada dos de noviembre en las puertas de las viviendas donde alguien había muerto. Lo hacía en la tarde y a cambio recibía gratificaciones en especie, jamás aceptó dinero. Después iba al cementerio para continuar su labor.
Nacida en la pobreza decía de ella que era un borrón que a todo el mundo oscurecía. El pobre, aunque noble sea no lo ven como merece. Según su nieta Martina Mercado: salía a vender pasteles por las calles y si le pedían los regalaba, porque decía que tenía un hijo desaparecido y a través de su gesto buscaba que lo hicieran con su retoño.
Han pasado más de 20 años de su muerte y esta mujer ancestral sigue siendo un personaje en la ciudad donde nació, aún recuerdan que mientras iba por las calles vendiendo sus pasteles, pregonaba:
Los pasteles calientes
Con la barba del zorro mono
El Raspo del Armadillo
Y la barba del burro prieto.
Aquí van.
Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio