El suicidio de Ekai Lersundi el pasado quince de febrero en Ondarroa (Biskaia) por no poder recibir a tiempo un tratamiento que frenara su normal crecimiento para el sexo con el que nació, causó consternación en España. Cientos de personas se agolparon en la plaza para dar la despedida a Ekai, que había manifestado a través de diferentes medios su búsqueda sobre el tratamiento que la Unidad de Género del Hospital de Cruces le negó y además una batalla legal para que se le permitiera cambiar en el registro civil sus datos que no coincidían con la identificación que hacía de su cuerpo.
La transexualidad tiene su definición en la oposición que existe entre el sexo con el que se nace, digamos el asignado biológicamente y la autopercepción que se tiene sobre la identidad sexual.
Esto significa que no siempre la conciencia de la persona corresponde con sus genitales y para ello hay señales que empiezan a darse desde la primera infancia que van desde las elecciones del vestuario o los juegos hasta la identificación con el nombre del sexo opuesto, con un “él” si se le llama a ella y viceversa. Frente a estas señales todo parece indicar que sale muy mal intentar “enderezar” a alguien y que el desconocimiento es un problema más para el vecino que para el personaje quien tan pronto alcanza la pubertad comienza una batalla porque lo reconozcan con el género con el que se identifica, no con el sexo que nació.
Pues bien, Ekai pertenecía a una sociedad que tiene hospitales con Unidad de Género. Eso significa que estaba en manos de especialistas, que lejos de darle un sí ciego a todas sus peticiones, en realidad tenían, como la tienen todos en cualquier lugar del mundo, la responsabilidad de estudiar su caso de manera particular y pormenorizada para tomar una decisión frente a una demanda tan definitiva. No es tan fácil pensar en ese equipo médico especializado como un vulnerador de derechos por algún tipo de oposición moral, prejuiciosa o incluso económica, porque seguro fue la gente que estaba mejor informada sobre su realidad y que más lo cuidó hasta que pudo. Pero Ekai, con una comprensión ensimismada, no podía tener otra, reclamaba, como única posibilidad de vida, ser liberado de un cuerpo que no le correspondía para poder nacer el nuevo que tenía ya construido en todo su universo mental, sensorial, sensitivo. Finalmente cumplió su destino y contribuyó a la estadística que eleva al 40 % a los transexuales que se quitan la vida en diferentes circunstancias. Eso significa prácticamente que sobrevive uno de cada dos.
Ekai seguramente luchó por aparecer como se sentía que era y a su lado, en su lucha y de su mano, estuvieron sus padres como testigos activos. Pero hay fragilidades en las que nos igualamos, no importa si hombres o mujeres, y la desesperanza de su profunda frustración al final ha dejado a Ekai como suicida, como tantos otros. Ahora la sociedad lo ha elevado a símbolo de la lucha de los derechos de los transexuales, la misma sociedad que seguro puso objeciones y que lo miró con prejuicio. Pero la muerte de Ekai es dolor para su familia y ahora causa social. Es de esas cosas que tampoco uno sabe bien, desde la intimidad, como se combinan.