Salvo los acongojados seguidores del senador Uribe, todos estamos felices por la firma del acuerdo final entre el gobierno y las Farc. Y no puede ser de otra manera si con ello termina el conflicto armado más antiguo del mundo y desaparece la guerrilla más poderosa e influyente del país.
La divulgación masiva del texto acordado puso en evidencia que lo más importante del documento no son los puntos que benefician directamente a los guerrilleros sino los que hablan de reforma rural integral, víctimas, estatuto de la oposición, reforma electoral, participación ciudadana, cultivos ilícitos y ampliación de la democracia, entre otros. Así que ya no podrán seguir asustándonos con la delirante frase: “Le van a entregar el país al castrochavismo”.
Colombia es un país muy singular. Cuando una guerrilla odiada y temida se quiere desmovilizar y convertir en partido político respetando las instituciones que había jurado destruir, algunos quieren obligarla a continuar la guerra con el argumento de que no se puede tolerar la impunidad. Si viviéramos en Suecia, país con una ética luterana que premia la honestidad, les creeríamos.
Pero aquí en Colombia, en donde más del 90 % de los delitos queda impune, esto no deja de ser una payasada. Si imperara la justicia la mayoría de la élite económica y política estaría presa.
El amplio apoyo internacional que ha tenido el Acuerdo indica que cumple con las más exigentes normas de la Corte Penal Internacional y eso debería tranquilizarnos. No obstante, algunos noticieros de televisión y columnistas bogotanos insisten con soberbia en que “hemos concedido demasiado”, “que son muchos los sapos que tenemos que tragarnos”. Parecen ignorar que la negociación fue con una guerrilla no derrotada y que a las Farc también les ha tocado ceder y están degustando su propia dieta de batracios.
Las guerrillas aspiraban a la toma del poder; la destrucción del aparato burocrático militar del estado; la reforma agraria radical; la eliminación de la propiedad privada; la implantación de un nuevo orden jurídico, y, a la nacionalización de los recursos naturales. Nada de eso se ha otorgado. Les tocó renunciar a los objetivos programáticos que daban sentido a su lucha. La revolución ha muerto. No se han tragado un sapito, están atorados con un enorme sapo verrugoso.
El Acuerdo de La Habana solo contiene elementos de las reformas liberales que no le dejaron realizar a López Pumarejo; de la “Plataforma del teatro Colón” con que iba a gobernar Gaitán en 1946; del programa del MRL de 1962 y de los derechos políticos propios de las democracias modernas. Nada hay allí parecido al socialismo del siglo XXI.
Son estas propuestas reformistas las que debemos resaltar porque benefician a toda la sociedad y facilitan la construcción de un país más justo, próspero e incluyente. No se trata entonces de tragar sapos. Lo que se busca es ampliar y profundizar la democracia. Para el paladar ciudadano esto es mucho más que un “boccato di cardinale”.