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Tita Pinto, una matrona de antaño

Cuenta la tradición oral de un episodio propio de nuestra historia regional, que después de los combates de El Blanco en la Guerra de los Mil Días, en inmediaciones de Camperucho (donde resultó victorioso el liberal Sabas Socarrás contra las tropas gobiernistas del general Ignacio Foliaco), que días después atravesaba el general Uribe Uribe con un piquete de pocos soldados los parajes selváticos del Valle de Upar, hacía el encuentro de otra tropa suya que acampaba por el Alto de las Minas, por los rumbos de la vía al mar.

La sofoquina del medio día en las sabanas de Camperucho, hizo que el general Uribe Uribe se percatara del sudor lechoso de sus cabalgaduras y del cansancio de su gente. Uno de los hombres punteros le trajo la información que en un hato cercano de una mujer conservadora había aljibe y un buen rancho donde podrían hacer un alto de reposo y que ella había huido con su servidumbre ante el anuncio de su llegada.

Pero cuando el séquito hubo descabalgado frente a la casona, para sorpresa de todos en la puerta apareció la mismísima dueña. El General y sus acompañantes se llevaron la mano al ala del sombrero en gesto de cortesía para una mujer trigueña de tez, complexión robusta y ojos inquietos:

– “Vengo a suplicarle el favor que nos permita un reposo aquí en su casa, soy Rafael Uribe Uribe” – dijo el caudillo liberal.

– “Bien pueden buscar acomodo, soy Tita Pinto Rivadeneira de Quiroz” – dijo ella con tonillo de altivez.

Cuando todos estaban saboreando un pocillo de café, el General le preguntó con una entonación de malicia: – “Señora, ha visto pasar por aquí a soldados enemigos?”.

Ella lo miró con firmeza a los ojos y con tono reposado replicó:

– “No General, no los he visto, y si los he visto no los he visto”

Esa respuesta hizo dibujar una sonrisa en los labios de Uribe Uribe sopesando que estaba en presencia de una mujer valiente y tozuda. Entonces le contestó:

– “Señora, debe ser incómodo para usted recibir en su casa a los enemigos de su causa. Debo retirarme pidiéndole disculpas por mi presencia importuna.

Pero ella lo contradijo: – “General, desde que usted cruzó esa puerta dejó de ser un enemigo para convertirse en un compatriota equivocado”. Después añadió:

– “Usted y sus compañeros están al cuidado de mi hospitalidad. Ya di la orden que sacrifiquen una res para que coman a gusto”.

Cuando el sol ablandó su rigor, el General se despedía de la matrona besando la mano que le tendía. Entonces ella deslizó un escapulario con la imagen de Santo Eccehomo, añadiéndole a la dádiva: – “Adiós General, esto es para que el santo lo cuide y lo devuelva al camino del entendimiento con mis copartidarios”.

Uribe Uribe se tomó unos instantes para responder: – “Créame señora, eso mismo deseo yo”.

Después el ruido de las pezuñas de la cabalgata se disolvía en las últimas luces de la tarde.

Rafael Uribe Uribe nunca borraría de su memoria aquel encuentro con esa dama encerrada en su universo de selvas densas y sabanas calvas del Valle de Upar. Años después, antes de que las hachuelas lo hirieran de muerte en las gradas del Capitolio, se solazaba en decir ante sus contertulios que la maldad así como la nobleza, brotan tanto en las montañas como en los palacios versallescos, y sacaba a flote el episodio de aquella señora que con lealtad con ella misma y firmeza de carácter, tuvo la compostura de guardar elegancia con su propio enemigo, gesto hidalgo de señorío, que sólo se encuentran en las páginas de las crónicas castellanas.

Por Carlos Rodolfo Ortega

 

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