…Francisco volvió a detenerse. Miró de nuevo al mar. En busca que este le hablara o de coger fuerzas para seguir diciéndole sus cuitas. Se arregló en su mano derecha una vieja cornelina roja que su madre le había dado estando niño, para que todo maleficio se ahuyentara. -Sí que me ha servido-, dijo. –Cuando empecé a tener fama, muchos músicos, como no podían vencerme con su talento, recurrieron a la brujería y tampoco lo lograron-. -En el amor, después de muerta mi mujer, muchas trataron de agarrarme, pero nunca llegaron por amor sino por mi renombre y eso me dolió-. –Por eso les huía-.
Cogió fuerzas y siguió adelante. En un recodo, se levantaba un promontorio de arena blanca. Allí decidió sentarse. Acomodó su viejo pellón, raído por el uso y los años. Puso a su derecha la gruesa rama que lo había acompañado durante un extenso tiempo. Era el momento de escuchar al enigmático espacio lleno de agua, el mismo que desde niño fue un encanto para él. –Ahora sí señor mar, quiero que me diga su verdad-, sentenció Francisco. –Si me miente, es usted quien pierde-. –La mentira nunca gana-.
Una ola con fuerza llegó y sobrepasó hasta donde creía ‘Francisco el hombre’ podía llegar. Se levantó bruscamente y buscó un lugar seco. Se estiró cuan largo era y empezó a escuchar una voz fuerte, cuyo sonido lo cubría todo.
-Soy el mar y por mis aguas han pasado, tanto en la noche como en el día, gaviotas y muchos pájaros más, en busca de amor-. -Llevan una sed infinita-. -Son igual que los seres humanos—Creo que mejores que ellos-. –No hacen daño, solo su instinto hace defenderse de lo extraño-. -Un día amanezco triste, porque me mal usan y tiñen de rojo muerte mis aguas-. -O el abuso de pelear encima de mí, sin saber por qué y para qué, en donde al final cantan victoria, quitándole la vida al otro-.
Mientras el mar duró muchas horas contándole a Francisco como es su vida, en 1938, dieciocho años atrás de la partida del caminante legendario, se dio en Urumita, un pueblo guajiro, un hecho que le daría madurez a la piqueria que sostuvo ‘Francisco el hombre’ con el maligno.
Durante diez años, los protagonistas se mandaban versos sin conocerse. Era especie de razones de boca que llevaba el sello personal de cada uno de ellos. Y en ese lleva y trae, propio de nuestra provincia, se ofendieron, se reconocieron y hasta se citaron. Pero como no hay cita que no se cumpla, ni deuda que no se pague, llegó el día y allí entre versos con contrincante presente y luego ausente, uno de ellos, lleno de genialidad hizo un canto que selló la contienda y elevó a esa modalidad al lugar que le correspondía.
Más de ochenta años después, busco en el baúl de los recuerdos sus testimonios que nos cuentan cómo fue todo. Las voces iban y venían, anunciando la contienda musical en la gallera del pueblo. La gente se arremolinaba en procura de encontrar un puesto. Los cinco niveles fueron insuficientes. Los que no pudieron entrar decidieron quedarse esperando las noticias de lo que pasaba al interior.
Un hombre alto, fornido y con un sombrero tartarita puesto a un lado de su cabeza entró de repente y anunció con su voz ronca. -Esta tarde es que se va a saber quién es el que más toca acordeón de los dos. Les pido a las barras que aplaudan al acordeonero de su gusto-.
-Quiero presentarle a Lorenzo Miguel. Él viene de Guacoche, trae su acordeón y repertorio-. Un hombre menudito y de color negro levantó su mano derecha, al tiempo que sostenía apretado en su brazo izquierdo un acordeón de dos hileras. Venía vestido de caqui. Su camisa manga larga traía una flor dibujada en la parte derecha. Se sentó en un taburete. Miró a los lados y empezó a reconocer con una sonrisa a los rostros de sus seguidores. Cambió su gesto cuando el anunciador dijo: -Y ahora viene del Plan, el mejor de todos. Con ustedes, Emiliano Antonio.- Él entró con una sonrisa y levantó su acordeoncito de dos hileras. Se paseó por la valla y miró de reojo a su contendor. Se sentó frente a Lorenzo Miguel. Su camisa azul y su pantalón negro resaltaban su color blanco. Con una mirada aguda recorrió el recinto.
El anunciador se puso en medio de los dos. Pasó su mirada escrutadora y repasó los gestos de los asistentes, miró a los contendores y terminó diciendo: -Estos acordeoneros no se conocían, pero llevan muchos años tirándose puya. Todos sabemos de memoria su música. Se han citado hoy sábado día de la virgen, para que de una vez por todas se conozca al mejor de todos en la ejecución de su instrumento. Cada quien va a tocar y cantar de su inspiración cinco canciones. Si después de escucharlos las barras aplauden a uno más que al otro, este gana. De lo contrario, es la resistencia que los contenderos tengan la que determinará todo. – Los gritos se escucharon en todo el pueblo. Su voz imponente los calló cuando dijo: -Abre la contienda Lorenzo Miguel.- Este alzó la cabeza. Le hizo un registro a su acordeón y le dio rienda a su inspiración.
El tiempo pasaba y la barra contraria se sentía incomoda. A Emiliano le sudaban las manos y no hallaba el momento de tocar su música. El aplauso de los seguidores de Lorenzo lo hizo despertar. Después de escuchar las cinco piezas de su contendor tomó su acordeón y afincó su cabeza menudita sobre su instrumento y empezó a digitarlo. Su música recorría el ambiente. A muchos les empezó a gustar. Después de cinco piezas, en donde el público aplaudió, la respuesta fue igual. Los sonidos de los acordeones se confundían. Las horas llegaban y los acordeoneros trenzados en un duelo de versos y músicas abrazaban la madrugada.
Al final de la tarde, del día siguiente, todos daban por descontado que ganara uno en especial. De pronto, Emiliano se levanta y dice con su voz delgada y cansada: – Lorenzo es bueno tocando el acordeón. Tiene un verso limpio y su repertorio nos gusta a todos, pero quiero terminar mi actuación con una canción que tengo por ahí guardada.- La mayoría cansados empezaban a retirarse cuando una melodía rara los hizo regresar.
Sus dedos pequeños recorrían las dos hileras para darle paso a su voz, que brotaba versos. Terminó diciendo: “Y cuando me oyó tocar le cayó la gota fría”. Esto tomó por sorpresa a su contendor y a los presentes. Los seguidores de Lorenzo pusieron pies en tierra y como pólvora se esparcieron. Emiliano no tuvo tiempo de despedirse de su contendor. Entre abrazos y voces lo llevaban de un lado a otro.
No le dieron tiempo para pensar en lo que había producido. No dijo nada. Mientras caminaba a su casa, las imágenes del encuentro le revolucionaban el espíritu. Llegó como siempre lo había hecho. No hizo ningún ruido para evitar despertar a su compañera y a sus pequeños hijos. Toda la noche estuvo pensando en esa melodía de versos punzantes. Con ella a cuesta, se paseaba en procura de vivir muchos días con sus noches.
Mientras él seguía siendo un trashumante de pueblos, esa melodía devoraba moles de concreto y se escucha en las voces de tantos mundos, que no sabían nada de su autor, pero que recibían con agrado el impacto de sus versos y melodía.
A Emiliano Antonio lo volví a encontrar en una fiesta, en donde era como siempre un personaje central de una película que comenzó en blanco y negro y luego le fueron apareciendo tantos colores como un arcoíris colosal. Estaba en primera fila con unas gafas de lentes gruesos, una barba incipiente, el pelo blanco y su rostro de fuelle musical. Su caminar lento lo ponía en el afán de querer alcanzar la otra orilla de un solo salto mientras palmoteaba lento, al ritmo de una pegajosa expresión musical de un niño que atraía a todos.
Con su rostro chimila, cubierto de un pantalón y una camisa blanca manga larga, llena de bordados de varios colores, se paseaba en la tarima de un lado a otro. Miraba al cielo y se enfrentaba a tantos rostros que lloraban y gritaban emocionados.
Era Kaleth Miguel, quien daba la impresión de ser mayor, pero al estar cerca de él, su mirada y expresión reafirmaban lo que siempre fue: un niño genial. Ese descubrimiento se hizo esa noche. Muchos cercanos a él no lo sabían. Frente a su talento empezaron a desfilar los mejores. Unos con historia, otros en pos de construirla. Esas leyendas que querían ganarles a todos sintieron el peso de un niño que quería mostrar lo que traía la nueva generación. Él quería ganarles, pero ante todo, demostrarse así mismo que su música podía lograr un punto bien alto.
Su repertorio no fueron cinco canciones. Cada vez que abría su voz todos pedían más. Empapado en sudor se detuvo frente a Emiliano Antonio. No le dijo nada. Solo sostuvo su índice derecho como lanzándole dardos melódicos o en busca de unir sus sueños y lo señaló. Se miraron fijamente. Fueron unos segundos que se volvieron eternos.
El muchacho sintió la mirada de un zorro de mil batallas. Cada pedazo de él era una décima o un verso de cuatro palabras o su fuerte, la décima, llenos de una música exquisita, un acordeón abierto, bien tocado por las manos del tiempo y que buscaba como tigre hambriento unir pueblos, un sonido de caja que traía en sus bordes apretados y sostenidos por cabuyas, los cantos libertarios de los negros y nuestros nativos, acompasado por una guacharaca de caña que como amuleto llevaba metido en sus bolsillos envejecidos. Emiliano percibió en él la fuerza del verso joven y la melodía de las ciudades que devora todo.
Era como si sus nietos e hijos menores hablaran por él. Sus pensamientos fueron cortados cuando le escuchó decir: -Quiero complacerlos con una canción, que sé les gusta mucho-. No lo dejaron terminar, el coro del público se hizo presente. Sus músicos acompañantes lo comprendieron así. La respuesta fue una música bajita que le servía de cortina. Cuando intentaba cantar cada verso de su canción era repetida al unísono varias veces por los asistentes.
Cuando terminó su canción, todos corrieron hacia él y el público coreaba su nombre. Todos esa noche sentimos el talento de un niño que hacia música para divertirse. El veterano músico se secó su rostro con un pañuelo blanco mientras lo veía alejarse.
Pasó poco tiempo cuando una tarde nublada escuchó por la radio que ese niño había partido al cielo. Se levantó de su hamaca de colores. Se hizo a una rama de un palo de mango para mantenerse en pie, mientras una lágrima recorría todo su cuerpo aprisionado por el tiempo. Dijo en silencio: “Se parece a mí y ese Vivo en el Limbo es La Gota Fría de este tiempo”.
Por Félix Carrillo Hinojosa/ EL PILÓN