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Testimonio de Victorino Cantor

En una de mis caminatas por el parque de mi barrio, un señor delgado, de surcos en la frente, se me acerca y de manera cordial me saluda de nombre. Sorprendido, me detengo y respondo el saludo. Él me dice: “Usted no se acuerda de mí, porque el duro trasegar de mi vida ha dejado huellas en mi cuerpo. Soy Victorino Cantor, fui su alumno aquí en Valledupar”.   

Nos sentamos en una banca y me contó su conmovedora historia.  “Vivíamos en un pueblo y llegamos desplazados a la ciudad de Valledupar. Éramos cinco hijos.  Mi mamá fue una mujer de amores frustrados, cinco hijos y cada uno con padre diferente. Yo no conozco a mi padre, o mejor a quien me fecundó en el vientre primerizo de mi madre. Tengo el apellido de mi abuela materna que me crió, porque cuando nací mi mamá era una adolescente. Mi abuela siempre me aconsejaba que estudiara, y aquí en el Valle empecé mi bachillerato, y cuando cursaba noveno grado, ella murió. Al morir mi abuela, me fui para donde mi madre, quien vivía con el papá de mi hermano menor. En aquel momento disponíamos de lo mínimo para sobrevivir.  

Desafortunadamente ese año, mi padrastro muere en un accidente de tránsito, manejaba unos mototaxis.  Eso fue fatal para todos. Mi mamá, viuda, con cinco hijos y sin trabajo.  

“A pesar de las dificultades, mi rendimiento en el estudio era bueno, y me gustaba leer poesía, pero a veces no teníamos nada que comer y empecé a faltar al colegio, en ocasiones ayudaba a una vecina en una venta de comidas. Un día se me acercó un señor de buena presencia, y me hizo creer que era mi ángel salvador, me llamó por el nombre y me hizo una radiografía de nuestra crítica situación familiar. Me dijo, <<Tengo una oportunidad de trabajo para ti, vas a ganar bien y podrás ayudar a tu familia>>. 

“Después de tres encuentros, caí en la trampa y comencé con la venta de drogas en los parques y en otros lugares propicios. Me convertí en un hombre de la calle, estuve en varias ciudades en el negocio del microtráfico y el atraco callejero, pero nunca usé armas ni atenté contra la vida de nadie. Estuve dos veces en la cárcel, allí conocí el infierno.  Un día, en la entrada de una iglesia, encontré mi verdadero ángel de la guarda que me cambió la vida y me enseñó las manualidades artesanales”.         “Profesor, lo busco porque quiero mostrarle mis escritos, que son salmos de vida, de humildad y de amor. Ahora siento en mi corazón los silbos de la aurora y veo puertas luminosas en el amanecer. Soy un admirador del pensamiento de José Mujica y del papa Francisco.  He leído a Pablo Neruda, Luis Mizar, William Ospina, Constantino Kavafis, y tengo un sueño de paz como Gandhi y Luther King.  La vida es un milagro, hay que vivirla. La sencillez es grandeza espiritual. A los seres humanos los aniquila la ignorancia y el odio, la ambición del poder y el dinero, y la musa perversa del alcohol y de la droga”.

Por José Atuesta Mindiola

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