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Terrorismo mediático para distraer al presidente 

La escalada de desinformación y acciones hechas por algunos sectores significativos que perdieron el poder ejecutivo es una forma de hacer terrorismo y combinar todas las formas de lucha; esta capacidad y medios para hacerlo no tienen escrúpulos ni límites; han entrado en el paroxismo y cruzado la línea roja de los basureros de Goebbels y de las formas que describe Maquiavelo en las prácticas de la política renacentista. 

Hoy, ningún prestigio está a salvo. El antes denominado cuarto poder está en la primera línea, esta sí poderosa, ubicada en la atalaya de las ondas radiales y televisivas, a veces detrás de los morteros; una docena o más personas a niveles nacional, regional y local que han vivido del periodismo prepago defendiendo sus intereses, a veces non sanctas, quieren incendiar al país, tal como lo hizo Nerón con Roma por un capricho enfermizo. De estos, algunos son de extrema derecha y saben lo que quieren; otros son simples amanuenses del periodismo, a veces sin identidad ideológica, simples amorfos del micrófono, la televisión y la caricatura que actúan por un derecho fundamental a la subsistencia. Claro, esto no es nuevo en el país, pero sí mucho más generalizado y sistemático. En los vericuetos de la historia se puede leer que, en la caída de López Pumarejo (L.P), en su segundo mandato, influyó un chisme acerca de la supuesta infidelidad de una dama de la rancia élite bogotana con un hijo del presidente. Parece que las llaves del secreto las tenía un periodista a quién llamaban ‘Mamatoco’ cuyo chantaje le costó la vida. A raíz de este incidente, cada día en la primera página del periódico El Siglo, de Laureano Gómez, preguntaban: ¿Quién mató a Mamatoco? Por supuesto, la muerte de este periodista no era lo que más les importaba, querían la cabeza de L.P., un periodismo erótico lo tumbó. En esta oportunidad los Mamatocos son muchos haciendo refritos que inciden en la construcción de una matriz de pánico. Cualquier evento, por consuetudinario que sea, es resaltado llevándolo a la hipérbole y a un punto de no retorno. P. ej., la renuncia y llamado a calificar servicios en las filas militares y de policía es un hecho frecuente en todos los gobiernos, no hay cama para tanto general y el ascenso a los altos rangos no es para todos los cadetes. 

Todas las circunstancias hipotéticamente negativas que rondan al gobierno son sobredimensionadas; casos como los de Nicolás y Juan Fernando Petro, los viajes de Francia en helicóptero, el supuesto tráfico de influencias de Verónica Alcoser en el gobierno, incluso, sus movimientos de cadera y otras nimiedades no inéditas, son resaltadas en negrillas; paros como los del Clan del Golfo y de los mineros ilegales, hasta el fenómeno del narcotráfico son atribuidos a Petro como si hubiéramos perdido la memoria. 

Ocuparse semanas enteras de estas trivialidades podría explicarnos cuán degradados están nuestros canales de información. El acoso es total para mantener ocupado al presidente Petro respondiendo las infamias por Twitter; la idea no es que la dignidad se haga costumbre como dice Francia sino la sensación de ingobernabilidad. 

Ya los EE. UU, como siempre, entraron en sintonía con esta estrategia; ya están diciendo, haciendo coro, que Petro no está eliminando cultivos de coca como si la lucha contra el narcotráfico solo se redujera a esta variable. Aún no conocemos que un capo gringo haya sido judicializado ni menos extraditado a Colombia, no sabemos cuántas toneladas de coca decomisan allá, ni cuántos embarques de precursores químicos hayan incautado en sus costas y en altamar. Y, pese a tener varias bases militares en el país, no detectaron los laboratorios de Sanclemente en las goteras de Bogotá ni los embarques del Chapo Guzmán desde El Dorado. 

Medir la efectividad sobre el narcotráfico por la disminución del número de hectáreas erradicadas es un indicador perverso; es, quizás sí, la mejor forma de gastarse unos dólares sin saber cómo ni cuántos llegan a su destino. Pocos en Colombia saben cuál es la trazabilidad de esos dineros.  

Por Luis Napoleón de Armas P.

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