Vuelve la tauromaquia a la Santamaría a mostrar lo que los dueños del negocio llaman arte y cultura, acepción etimológica que no encaja en ninguno de los significados evolutivos de este término. Cultura proviene del latín cultus o cultivo y primitivamente se refería al cuidado de ganados y campos. Aún mantenemos expresiones como agricultura, apicultura, piscicultura, que apuntan a ese significado; y más que eliminación como ocurre en las corridas de toros, lo que se pretende es todo lo contario, el fomento y el cuido.
Después de un largo proceso por parte de antropólogos, sociólogos y lingüistas, la concepción que hoy se tiene hace referencia al cultivo del espíritu humano y de las facultades intelectuales del hombre. Por eso, hablar de cultura es referirse al progreso y a la civilización. Según la UNESCO, “la cultura permite al ser humano la capacidad de reflexión sobre sí mismo: a través de ella, el hombre discierne valores y busca nuevas significaciones”. Ya en la República Romana, Cicerón hablaba de la cultura del alma. En la jerga moderna se toma como cultura todo lo relacionado con las costumbres, creencias, hábitos y todas las manifestaciones artísticas de un pueblo o nación a través del tiempo. Nada de esto vemos en una corrida de toros; aquí nada se preserva, todo es sangre como en el Levítico, la muerte es el protagonista del espectáculo; los valores no aparecen por ningún lado, excepto en dinero para los dueños del espectáculo.
El ruedo es una metamorfosis del circo romano, la anticultura de nuestros aborígenes. Las costumbres son respetables pero estas no tienen más de un siglo en Colombia, no es algo autóctono y solo favorecen a una élite acostumbrada a ver la sangre derramada. Pero no toda costumbre es susceptible de mantenerse por su perversidad: la ablación o extirpación del clítoris que han practicado algunas comunidades indígenas del país, no puede considerase cultura, es un acto abominable de crueldad e irrespeto hacia la mujer; tampoco el canibalismo.
El toreo es un espectáculo bárbaro donde el torero y su cuadrilla cumplen el rol de salvajes y el salvaje es el bárbaro de la cultura; en esta matanza de todos contra uno, nunca se ve tanta crueldad junta; el público que grita ¡Olé!, es el mismo que decía: ¡Crucifícale! Es una lucha desigual. En setiembre del 2009 escribí sobre este tema y vale la pena transcribir apartes de un párrafo: “Al toro le cae una gavilla para dosificarlo y domeñarlo antes del encierro; lo debilitan con procedimientos farmacéuticos y físicos; le dan de beber sustancias laxantes y sus ojos son opacados con ungüentos que le quitan visibilidad; en la faena los picadores lo siguen diezmando, las banderillas le mantienen la hemorragia; el toro entra al ruedo muy nervioso, la luz solar le molesta por el encierro que ha tenido. El toro, realmente no quiere atacar sino escaparse pero lo obligan a defenderse”.
Los animalistas vemos con preocupación esta situación que ya es un problema social. Las corridas de Bogotá, que Petro puso en ascuas, ahora vuelven con Peñalosa muy ligado a ese cartel.
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