Por Marlon Javier Domínguez
El calor era insoportable. Los rayos de un sol agonizante tiñeron de colores las nubes en el cielo; la brisa, ausentemente manifiesta, no soplaba en aquella ocasión; la sabana estaba quieta y las erosionadas y rojizas colinas completaban aquél extraño panorama.
Un cortejo fúnebre avanzaba lentamente y todos expresaban su dolor con gruesas lágrimas que caían de sus ojos. Un lamento rompíael silencio y un grito desgarrador hacía que se estremecieran de estupor los cuerpos de los presentes: “¡Mi hijo, mi único hijo!”, vociferaba una viuda, mientras se aferraba al cuerpo ya sin vida de un joven a quien llevaban a su última morada.
Nadie había más desprotegido y solo que una viuda y, si a la desgracia de haber perdido a su marido se sumaba la de perder a su único hijo, no había entonces razón alguna por la que aferrarse a la vida: todo estaba perdido para aquella pobre mujer a quien nada ni nadie le hacía ya querer seguir viviendo.
Un hombre desconocido, rodeado de un grupo de personas que le seguía, se acercó de pronto. Tal vez, compadecido, buscaría dar consuelo a aquella pobre mujer sin esperanzas, tal vez sería simplemente uno más de aquellos que lanzan al aire un “¡pobre mujer!” pero cuya piedad y misericordia no pasaba de las palabras.
De todas formas la actitud de aquel hombre era extraña. Nadie se acercaría a un muerto, pues la ley era clara al decir que quien tal cosa hiciere quedaría impuro. Mientras el grupo que le acompaña se rezaga, el desconocido líder se acerca y ¡toca! el cuerpo inerte del joven hijo de la viuda que solloza y, para sorpresa de todos, pronuncia unas cuantas palabras absurdas: “Yo te lo mando: levántate”. ¡Por favor! Es hora de que alguien cuerdo haga a un lado a quien, sin dudas, está fuera de sí.
La sorpresa, sin embargo, no pararía allí. Los miembros de quien se pensaba difunto retornaron al movimiento y, poco a poco, cada parte de su cuerpo volvió a la vida. El joven se incorporó y, ante la mirada estupefacta de los presentes, abrazó a su madre, cuyas lágrimas ahora brotaban con mayor profusión. ¡Está vivo! ¡Mi hijo vive! ¡Ha vuelto! Un gigantesco abrazo de madre e hijo expresaban al mundo la experiencia de quien pensaba haberlo perdido todo y a quien, sin embargo, todo le había sido devuelto.
Todo era ahora fiesta y alegría. Las lágrimas se transformaron en risas, asombro, oraciones y acciones de gracias, mientras una mirada de amor y una de profundo agradecimiento se encontraban en el aire, como si el tiempo no existiera, como si la eternidad hubiese asesinado cada minuto.
Tal vez la situación que vivimos hoy sea la de aquella viuda de la que nos habla el Evangelio, tal vez ya no concibamos la existencia de esperanza alguna en nuestra vida, tal vez los problemas y las dificultades ahoguen nuestros días y simplemente estemos esperando morir… Tal vez, sólo tal vez, Jesús esté acercándose a nosotros para tocar nuestra difunta fe para decirle ¡Levántate! Feliz domingo.