Por: Marlon Javier Domínguez
Eran las 10 de la mañana y un misterioso visitante golpeó a las puertas de la escuela. Su vestido completamente negro, la barba que cubría su rostro y su gesto sereno ausente de sonrisas aumentó el nerviosismo de un pequeño grupo de niños que, casi con el corazón en la mano, aguardaban desde hacía algún tiempo aquel encuentro.
Había llegado la hora y unos a otros se miraban, como esperando que alguien diese el primer paso, pero en los ojos de todos se reflejaba la indecisión. “Iré yo”, susurró de pronto una tímida vocecita y, con paso firme, se dirigió hacia el lugar en donde le esperaba el sacerdote. Después de unos minutos, y con una bella e inocente sonrisa iluminando su rostro, mientras caminaba hacia el grupo pronunció unas palabras que jamás olvidaré: “Me siento realmente libre”.
Luego vinieron los demás, tímidos pero más tranquilos y experimentaron en carne propia que Dios Padre derramó el Espíritu Santo para el perdón de los pecados y que en la persona del sacerdote Cristo mismo nos absuelve.
Un par de días después, a las cinco de la mañana, con los rostros aún somnolientos, abandonaban sus lechos, urgidos por las voces de sus madres. Había llegado el gran día, recibirían a Jesús por primera vez en la Eucaristía, Dios no se había quedado indiferente en el cielo, sino que había venido al mundo y quería hacer de ellos su cielo, su morada. El agua fría hizo desaparecer el sueño y ahora la ansiedad se apoderaba de sus miradas. Hay que partir ya o llegaremos tarde.
Eran entonces las 7: 30 de la mañana y, mientras los invitados observaban la elegancia, los bellos vestidos y peinados, Dios fijaba sus ojos en los corazones de aquel singular grupo adornados con inocencia, pureza, sinceridad y una piedad admirable. Aquella ceremonia fue también para estos pequeños un verdadero encuentro con el amor.
Sus ojos materiales no podían observar la realidad del milagro que se estaba obrando en el altar, pero al parecer se encontraban fijos más allá de lo meramente físico, en la frontera en donde termina el tiempo y comienza la eternidad; y, cuando el Padre enviaba el Espíritu Santo sobre el pan y el vino para convertirlos en el Cuerpo y la Sangre del Hijo, postrados en el mármol frío de aquella particular capilla, fueron testigos de cómo el cielo y la tierra pueden hacerse uno.
Cuánto necesitamos aprender de los niños, hacernos niños, como nos dijo Jesús, asombrarnos ante aquello que no podemos entender, contemplar lo que nos resulta inexplicable y experimentar el Paraíso en la tierra. Tal vez hoy, Solemnidad de la Santísima Trinidad, sea un buen día para empezar.