Por primera vez en la historia del mundo todo ser humano se halla ahora sometido al contacto con sustancias químicas peligrosas, desde su nacimiento hasta su muerte.
En el lapso de décadas de uso, los plaguicidas sintéticos se han distribuido de manera tan amplia por todo el mundo animado e inanimado, que se encuentran prácticamente por todas partes. Se han encontrado dichas sustancias en la mayoría de los sistemas fluviales importantes e incluso en corrientes subterráneas que fluyen sin ser vistas por el interior de la Tierra. Residuos de estos productos químicos se acumulan en suelos en los que pudieron haber sido aplicados una docena de años antes. Han penetrado y se han alojado en el cuerpo de peces, aves, reptiles y animales salvajes y domésticos de manera tan universal que a los científicos que llevan a cabo experimentos animales les resulta casi imposible localizar individuos libres de dicha contaminación. Se los ha hallado en peces de remotos lagos de montaña, en lombrices de tierra que excavan en el suelo, en los huevos de aves… y en el propio hombre. Porque tales sustancias químicas están ahora almacenadas en el cuerpo de la mayoría de los seres humanos, sin discriminación de edad. Se encuentran en la leche de las madres y probablemente en los tejidos de los niños por nacer.
Todo esto se ha producido por el auge y prodigioso crecimiento de una industria dedicada a la fabricación de sustancias químicas artificiales o sintéticas con propiedades insecticidas. Dicha industria es hija de la segunda guerra mundial.
En el curso del desarrollo de agentes para la guerra química, se descubrió que algunas de las sustancias eran letales para los insectos. El hallazgo no se produjo por casualidad: los insectos fueron extensamente usados para probar los productos químicos como agentes de muerte para el hombre.
El resultado ha sido un torrente aparentemente interminable de insecticidas sintético. Al ser elaborados por el hombre (por medio de ingeniosas practicas de laboratorios consistentes en manipulación de moléculas, sustitución de átomos y alteraciones de su disposición) difieren completamente de los insecticidas inorgánicos más simples de antes de la guerra. Estos eran derivados de productos presentes naturalmente en minerales y en plantas: compuesto de arsénico, cobre, plomo, manganeso, zinc y otros minerales.
Lo que sitúa aparte a los nuevos insecticidas sintéticos es su enorme potencia biológica. Poseen un inmenso poder, no solamente para envenenar, sino para introducirse en los procesos más vitales del organismo y cambiarlos de maneras siniestras y a menudo mortales. Destruyen precisamente aquellos enzimas cuya función es proteger el cuerpo frente a las agresiones, bloquean los procesos de oxidación mediante los cuales recibe su energía el organismo, impiden el normal funcionamiento de varios órganos y pueden iniciar en determinadas células el lento e irreversible cambio que conduce a la formación de tumores malignos.