Perdidas entre tantas noticias de La Habana y de la Corte Constitucional, pasaron desapercibidas las últimas cifras sobre la situación de la industria de los hidrocarburos en Colombia. Pero no por ello pueden ser más desoladoras e inquietantes. Nos quedan reservas solo para seis años, cifra preocupante en grado extremo; las reservas probadas cayeron un 13,3 % el año pasado, es decir, estamos consumiéndolas a una velocidad mucho mayor que la de los nuevos descubrimientos; de no revertirse esta tendencia, la producción nacional bajaría para el 2020 del millón actual de barriles diarios a 400.000; en el último año apenas se han perforado 40 pozos de desarrollo cuando la meta programada era de 450; y, quizás lo más inquietante: no se ha efectuado últimamente ni un solo kilómetro de sísmica, condición indispensable para asegurar producciones futuras.
Esto se debe a muchas razones, por supuesto. Y no solo a la caída de los precios del crudo en los mercados internacionales. También, y en alto grado, al desánimo que a la industria petrolera le inyectó la reforma tributaria del 2014 que elevó atolondradamente los niveles impositivos de las empresas en general, y de aquellas dedicadas a los hidrocarburos en especial. No deja de ser útil comparar lo que está sucediendo en Colombia con el Perú. Según las cifras de crecimiento del PIB del primer trimestre que divulgó el Dane la semana pasada, el sector de minería e hidrocarburos tuvo un bajonazo del 4,6 %, al paso que en el Perú, donde la caída de los precios internacionales de los productos básicos también los afecta, tuvo un crecimiento del 22,8 %.
Algo grave está pues sucediendo en Colombia en materia petrolera. Nada sería peor que volviéramos a ser deficitarios en producción de hidrocarburos como aconteció en los primeros años de la década de los setentas del siglo pasado. Una cosa es que el modelo de crecimiento del país no deba seguir apoyándose tanto en la producción de crudo y de gas como en épocas anteriores, y otra bien diferente e inquietante, es que volviéramos a la menesterosa condición de importadores netos de hidrocarburos. Que para allá vamos si la política petrolera del país no recibe un fuerte timonazo.
La esperada reforma tributaria que el gobierno ha anunciado y que presentará al Congreso en el segundo semestre de este año es, acaso, la última oportunidad de que disponemos para equilibrar las cargas fiscales inmoderadas que se le impusieron disparatadamente al sector empresarial en general -y al de los hidrocarburos en especial- con la reforma tributaria del 2014. No le falta razón a agudos comentaristas como Guillermo Perry o Santiago Montenegro -presidente del consejo gremial éste último-, quienes han señalado que la incomprensible tardanza del ministerio de Hacienda para señalar cuáles van a ser las directrices de la reforma que se llevará próximamente al Congreso, sea quizás la causa principal de los bajos índices de confianza empresarial que registran encuestas como la de Redesarrollo.
La caída de la producción petrolera, el desgano de las empresas para invertir y la salida reciente del país de varias de ellas. Lo mismo que el negro panorama que se avizora hacia adelante que podría llevarnos a ser de nuevo un país importador neto de hidrocarburos, son suficientes señales para tomar medidas prontas frente a la inquietante situación actual. No estamos produciendo petróleo: estamos sudando petróleo