EL REGRESO A LA ALDEA
Los oídos ansiosos de novedades, atentos estaban a todo cuanto venía del atracadero cuando un velero arribaba. Cartagena de Indias, esquina del mundo, era un embudo acústico al cual llegaban los ecos de las guerras, noticias, chismes y enredos que tenían su cuna en los palacios y cortes de la lejana Europa, lo mismo que de las trifulcas armadas de los caudillos en las nuevas Repúblicas del vecindario, y de las pestes, naufragios y huracanes que de ocasión en ocasión arrasaban los puertos y mares antillanos y del Caribe.
Un día de 1852, un año después de la liberación de los esclavos en Nueva Granada, se supo en las callejas de la vieja ciudad, que, de un navío atado a los estacones del malecón, había descendido a tierra López de Santana, general que había sido presidente de Méjico, quien llegaba en su segundo exilio a su casa de Turbaco. Todos hablaban de lo mismo. Era la comidilla, en los estanquillos y tabernas del puerto que en las horas de sol transpiraban el vaho salobre de las marismas por estar asentados en la propia dársena, así como en los salones distinguidos de la ciudad que habían sido de los marqueses de Valdehoyos y de los condes de Pestagua, donde aún, en tertulias animadas con brandy de Burdeos, tenía refugio ese último rezago de la engreída aristocracia criolla.
TURBACO
En el momento en que corrió la noticia, una montonera de avecindados se situó a prudente distancia, cuando el viajero apoyado en un bastón subió con su esposa los escabeles de una de las cuatro berlinas tiradas por mulas, las cuales también llevaban a su secretario y a baúles de todos los tamaños. El general azteca apenas tuvo el tiempo justo para devolver los cumplidos de algunos señorones que vestidos de liqui liqui se hicieron presentes ofreciendo sus casas para tan bienvenido huésped.
Habituado el general mejicano al trato gentil y a los besamanos del alto mundo de la gente de postín y rango, les devolvió la cortesía con el convite, a su vez, de esperarlos para una cabalgata en su hacienda La Rosita, bautizada así en honra del nombre de una de sus hijas.
Cuando la estridencia metálica de las ruedas de los coches se apagaba en la distancia, la maledicencia de los circunstantes se reforzó con vehemencia. Alguno de los notables del lugar, con desdeñosa acritud hizo mala referencia del secretario que servía al general. Malos informes, de esos que tienen alas en vuelo de todo dañino comentario, se dieron de Darío Mazuera, neograndino de la provincia de Cartago, de quien se decía que guerreando bajo las azules banderas de Julio Arboleda, el poeta esclavista del Cauca que se oponía con las armas a la libertad de los negros, había mandado fusilar, sin más ni más, a unos presos en el cuartel de Palmira, por cuanto el general Tomás Cipriano de Mosquera, quien quería cobrársela, lo hizo huir a Perú donde chantajeó al general Pezet, allí mandatario de turno, por haberle conocido unos deslices en el manejo del erario, que también de Chile lo habían corrido por sus estafas, y que ahora se revestía de solemne honestidad como escribiente del general López de Santana.
EL RECIBIMIENTO
Cinco leguas de camino se habían hecho cuando en un codo del mismo los cocheros del general divisaron la comitiva de bienvenida. A paso largo muchos caminantes venían a su encuentro presididos por el párroco de Turbaco. ¡Viva el general López de Santa Anna!, corearon los llegados.
Con la ayuda de un asistente, el exiliado bajó de los estribos del carruaje y le dio un abrazo al religioso cuyo hábito pardo rezumaba agua del chubasco que los había sorprendido en la caminata de la bienllegada. Ya en el pueblo, el general divisó su casa de grandes arcadas y reblanqueada con leche de cal. Dos hombres de la servidumbre corrieron sombrero en mano para abrir la portezuela del carruaje y brindar su apoyo para que él no trastabillara con su pata de palo.
Nada había cambiado en la aldea de casitas pajizas desde cuando había terminado su primer exilio allí, entre esa gente descendientes de los fieros indios yurbacos, que en tiempos de la Conquista habían enfrentado a las huestes hispanas de un tal Juan de la Cosa, cartógrafo y expedicionario, a quien emplumaron con flechas, y que también habían hecho correr a los soldados de Pedro de Heredia, el fundador de Cartagena de Indias.
Ahora, Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, expresidente de Méjico, llegaba a ese pueblito de Nueva Granada a su mansión, ‘La Casa de Tejas’, llamada así en alusión perversa que hacían los cartageneros por su pérdida del territorio de Texas, cuando a fusil y a cañón se la raparon los vecinos del norte. Era la misma casona que 70 años antes había construido con adobones y tejado morisco el arzobispo y virrey Caballero y Góngora, cuando se vino de la brumosa Santa Fe de Bogotá a gobernar desde allí el Virreinato, con el motivo de defender la ciudad amurallada de los piratas ingleses que merodeaban por los mares caribes, pero que la real razón, según se dijo, era estar cerca de su sobrino Manuel de Torres, su único pariente en este lado del océano, quien desavenido con el tío por tener peligrosas ideas afrancesadas, se había hundido en las montañas del Valle de Upar donde contrajo matrimonio y procreado hijos, dedicándose al comercio de carne vacuna y de cordobanes hacia Filadelfia y los puertos de Europa.
Allí también, entre esas paredes, había encontrado cobijo, cincuenta años antes, Simón Bolívar, cuando errático y a la puerta del sepulcro esperaba un velero que lo llevara a Londres para que los galenos de allá curaran el mal de sus pulmones deshechos por la tisis.
Un artesano del lugar, Ceferino Mengual, le había hecho un perchero de madera con cachos de cabras incrustados, que el general situó en una sala de la casa donde colgaba dos de sus guerreras de paño inglés con arabescos de oro, sus charreteras, dos pistolas de monta, un par de espolines de plata, su sable de gala y su bicornio negro biselado de dorado de cuyo costado derecho se erguía una pluma de las que llaman airón, rizada y teñida con índigo. En una entrevista que allí le hizo alguien enviado por el New York Herald en 1856, manifestó que colgaba sus prendas militares porque pensaba morir en esa casa en la cual hacía, para siempre, renuncia a su vida de guerrero.
ALGO DE SU HISTORIA
Había sido presidente de Méjico once veces, siete por vía institucional y otros por intrigas y por raponazos de cuartel. En 38 años había participado en más batallas que ningún otro militar de su patria. Fue soldado realista, patriota, monarquista, federalista, unitario, conservador y liberal a través de una vida agitada donde hizo gala de ser buen orador y maestro de la intriga. Sus ratos de ocio los llenaba con naipes, gallos de pelea y hembras mulatas de tetas abultadas y nalgas tiesas. Muchos afirman que cuando los tejanos se rebelaron por su independencia de Méjico en 1836, en Los Álamos fueron abatidos por López de Santa Anna, pero después sufrió una desbandada de su tropa en San Jacinto, por causa de Emily Morgan, una mulata criada de James Morgan, un hacendado y comerciante de Texas, de quien ella había tomado el apellido. Todo ocurrió cuando no huyó de las propiedades de su patrón a la llegada de las tropas mejicanas. Sin atender las advertencias de sus subalternos, y sólo para hacerle de don Juan a la mulata, el general ordenó acampar allí. Ella le siguió el juego de la galantería y mandó a escondidas a otro criado como emisario para que delatara a los tejanos la posición, recursos y armas de los mejicanos. Lo retuvo durante todo ese día 21 de abril de 1836, dando ocasión a que Sam Houston, el general de los tejanos, sorprendiera a López de Santa Anna en su cama. Dicen que éste fue literalmente encontrado con los calzones abajo, y que tuvo que escabullirse con una camisa de seda abierta y cubierto con un capote de un soldado muerto. Así se perdió Texas.
LA CÉLEBRE MUTILACIÓN
No era extraño que un militar tuviera una mutilación de combate que se exhibía con presunción de varón, pero el caso de López de Santa Anna se revestía con una fronda de leyenda. Fue en la “Guerra de los Pasteles” en 1838 cuando Francia se vino a Méjico con 36 navíos repujados de cañones para reclamar una indemnización de un ciudadano de aquél país, de nombre Ramotel, dueño de una pastelería, porque unos militares habían causado daño en su establecimiento y consumido de sus tortas sin pago alguno. La cuenta era de sesenta mil pesos que la presidencia de Méjico se había negado pagar al pastelero.
Por esos días la justicia había condenado en Tampico al fusilamiento de otro francés, encausado por pirata. La flota de Francia había recalado en Veracruz de donde envió un ultimátum de pago, más el reclamo de unos privilegios comerciales. Con tropas mejicanas López de Santa Anna se aprestó a la defensa. Cuando los franceses disparaban su artillería, unos perdigones de metralla destrozaron la pantorrilla izquierda del militar. Allí mismo los cirujanos le pusieron torniquete después de darle una infusión con láudano para inhibirle el dolor. Con una segueta quirúrgica le cortaron el pie. Por eso sus enemigos le apodaron “el quince uñas”. El general, aún con el semblante ceroso por el desangre, mandó a enterrar el pie en su hacienda de Manga de Clavo.
Un fraile cantaba salmos ante una doble fila de soldados que presentaron armas como homenaje al despojo sepultado. Años después mandó a exhumar su pie para trasladarlo al cementerio de Santa Paula en Ciudad de Méjico, en una urna de cristal, con toque de corneta de cuartel a la funerala y disparos de fusilería cuando el miembro cercenado descendía a la fosa de ese camposanto. Después vinieron los discursos laudatorios que oradores le hicieron al pie.
OTRO PASAJES DE SU VIDA
Pero volvamos a Turbaco donde el general era un dios vivo. La segunda noche de su segunda venida, una banda de música traída de Cartagena, a más de otros de cuerda que cantaban aires mejicanos, como también los carriceros del lugar, animaron con gaitas, congas y fandangos el baile público. En los amplios pasillos de la casona se colocaron barricas con rones de melaza, sin faltar el sacrificio de reses para consumo, el manteo de toretes y las reventazones de ristras de petardos buscaniguas para dar nota del alto regocijo por la vuelta del benefactor, quien había dejado, desde la primera ocasión en que vino, más de una docena de hijos con mujeres de la aldea.
También, de su bolsa, se había reconstruido la iglesia de la parroquia y la casa del párroco. Al frente de una peonada amplió el camino para carruajes que conducían a Cartagena. Además, construyó un palenque para riñas de gallo al que le dio el nombre de “Cola de Plata”, tal como se había llamado uno de sus famosos plumíferos de pelea en Méjico, y un kiosco amplio de palma amarga para sus partidas de barajas. Fue la época de buenos vientos de Turbaco.
También prestaba dinero con hipoteca sin intereses para dar la mano a los criadores de vacas, cerdos y cabras, así como a los cosecheros de maíz y caña de trapiche. No contento con ese rosario de buenas obras, a su costo los albañiles construyeron un cementero con tapial de adobes en el que le edificaron un mausoleo para su reposo final, lo que muchos vieron en el gesto y el gasto, un mensaje en el que sepultaba sus andanzas guerreras y su codicia de poder.
Dos esposas tuvo. Inés García y Martínez Uzcanda, la primera, que se casó a los 14 años. Tuvo cuatro hijos, pero la vida de los cuarteles del esposo, hizo un hogar extraño y poco cordial. Ella fallece en 1844. Cuarenta días habían pasado del suceso, cuando el general se casó otra vez con María Dolores Diaga Ignacia Tosta Gómez. Fue un escándalo tal hecho porque según los códices del luto, obligaban al viudo a guardar dos años de duelo. Dolores Tosta, apodada Loló por sus allegados, era amiga de fiestas y óperas. Por su maquinación logró que se incluyera una cuarta estrofa de loas a su marido en el himno nacional de Méjico, la cual tuvo una pasajera existencia.
Para 1845, los yanquis incorporaron Texas a los Estados Unidos. Los mejicanos nunca habían aceptado esa separación. Había vientos de guerra. Valentín Frías, presidente de Méjico, confía a López de Santa Anna las operaciones bélicas.
Con un ejército sin disciplina y con armas obsoletas, pues eran las mismas desde la época de la independencia de España, llegaron las derrotas, una tras otra, hasta la batalla final de Cerro Gordo. Méjico perdió la Alta California, Arizona, Nevada, Colorado, Utah y Wyoming, o sea más de la mitad de su territorio. Fue cuando el general mejicano se exilió en varias partes, entre ella en Turbaco por primera vez. Allí vivió con filosófica resignación y plácida tristeza varios años.
LA DICTADURA
Para tales tiempos de 1850, sus amigos de Cartagena lo iban a visitar. Casi siempre lo encontraban con un sombrero de pajilla campesina, saco color café, unas botas finas y altas ajustadas a la rodilla que le abombachaban el pantalón y una carabina de repetición para su cacería de patos montañeros. Con ellos jugaba cartas y libaba vinos que importaba de las cavas de Coimbra. Un día de 1853 le llegó de Turbaco una delegación de conservadores mejicanos pidiéndole su regreso para que gobernara esa nación en caos, bajo la promesa de suprimir el federalismo y proteger a la Iglesia de los enemigos liberales.
En Méjico se hizo dictador. Adoptó el título de “Alteza Serenísima”. Impuso recaudos inicuos como el tributo por el número de puertas y ventanas de las casas, las ruedas y caballos de los coches y por la posesión de perros. Además, vendió a los gringos un territorio de Méjico, 37 mil hectáreas de La Mesilla, por diez millones de dólares, de los cuales apenas le pagaron cuatro, que se los embolsilló. La rebelión estalló con el Plan de Ayutla en 1856, documento que firmaron sus opositores llamando a las armas para derrocarlo. Fue cuando derrotado, vino a parar en Turbaco por segunda ocasión en 1855.
Tres años después, al saber de unos malos comentarios que sobre él había hecho el turbulento general Tomás C. de Mosquera, y ante el creciente poder de este militar caucano, tomó la decisión de refugiarse en Saint Thomas, una isla del Caribe. Las campanas doblaban a duelo, en medio de un gentío que le daba sus adioses cuando salió de Turbaco.
LA POSTRERA TENTATIVA GUERRERA
Méjico volvió a la guerra en 1862. Napoleón III, emperador de los franceses, mandó un ejército invasor y al archiduque Maximiliano de Austria para que fuera emperador de los mejicanos. Entonces el general López de Santa Anna, insatisfecho de sus glorias y derrotas, escribió a los republicanos de Benito Júarez, el presidente de ese país, ofreciendo sus servicios de militar, pero su oferta no fue considerada. Cambiando de simpatía, entonces, también escribió a los monarquistas partidarios del Archiduque, pero tampoco se estimó su ofrecimiento.
Queriendo ser protagonista de esa gran contienda, envió a Darío Mazuera, su secretario, para que a su costo comprara un navío con equipamiento de guerra y soldados mercenarios. Cuando el buque llegó a New York, fue embargado por su dueño, pues Mazuera no había comprado tal nave, si no alquilado. Antes de que las autoridades le echaran guante, huyó a París con los dólares restantes de López de Santa Anna.
La Habana fue el destino último de Mazuera cuando pidieron los norteamericanos su extradición de París, por eso de la estafa. Allí conoció a un paisano granadino, médico del virrey español de la isla de Cuba. El galeno estaba casado con una cartagueña y después lo hizo con una habanera, lo que constituía el delito de bigamia.
Mazuera lo quiso chantajear conociendo ese secreto, exigiéndole dinero, pero el médico le comentó al Virrey que su paisano era un revolucionario en su país. Entonces aquél ordenó que lo subieran a una balsa y lo abandonaran en alta mar. Medio muerto llegó a Yucatán. Allá se hizo cabecilla de una guerrilla. Un día fue arrestado con 27 de sus compañeros. Un coronel del ejército mejicano que alguna vez había combatido a órdenes de López de Santa Anna, y que sabía de la estafa del navío, avisado de la detención cuando almorzaba, sin tragarse el bocado de la cuchara, sólo dijo: ¡Fusílenlos!.
SUS ÚLTIMOS AÑOS
En 1859, en Saint Thomas, el general azteca fue informado que a instancias del general Mosquera, amigo de Benito Júarez, le expropiaron la casona de Turbaco y su hacienda La Rosita, y que además había ordenado que estrangularan todos sus gallos de pelea.
En 1874, Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de Méjico, decretó una amnistía. Para entonces López de Santa Anna tenía 80 años. Ya senil, ciego y pobre, en Ciudad de Méjico, su esposa Loló, en satisfacción de su desmedido ego, pagaba a personas humildes para que le pidieran favores al general. Murió en su cama la noche del 21 de junio de 1876, en su casa de la Calle de Vergara.
En Turbaco hay una tumba abierta que se quedó a su espera.
Ciudad de los Santos Reyes del Valle de Upar, octubre 7 de 2021
Por: Rodolfo Ortega Montero