La primera información sobre Sócrates (Atenas, – 470 / –399) la recibimos en la adolescencia e incluso en la incipiente juventud. Es noticia de carácter enciclopédico, que nos habla con enunciados generales: fue el primero de los grandes filósofos griegos; un sabio interesado por la moral, y consciente de su propia ignorancia: «Sólo sé que nada sé»; y una educación con sentido crítico: «Conócete a ti mismo». Fue denunciado por cometer el delito de no creer en los dioses y corromper a los jóvenes. Se le condenó a beber la cicuta.
Hasta ahí la enciclopédica biografía, despojada de detalles. Nada sobre las implicaciones de creer o no creer en los dioses; nada sobre la manera de corromper a los jóvenes. Un poco de ese tejido menudo es el propósito de este artículo. Para ello la editorial Orbis (1985), en su colección Historia del Pensamiento, publicó el volumen Apología de Sócrates de Platón y la comedia Las nubes de Aristófanes. El primero, discípulo de Sócrates, y el segundo fungía de amigo. (“El amigo debe ser como el dinero: que antes de haberle menester, se sabe el valor que tiene”, dice Sócrates).
Sobre ‘creer o no creer en los dioses’, Sócrates discernía y decía lo que pensadores de esa época concluían: que ese mundo de dioses no era cosa seria, salvo un modo de que disponía el poder para controlar la sociedad. La religión, en efecto, era más de ritos que de sinceras creencias. Con doble intención, Aristófanes pone en boca de Sócrates (personaje en el drama Las nubes) esta frase: “Los dioses son una moneda que no está en curso entre nosotros”. Y habla asimismo, con sarcasmo, de las “Nubes celestiales” como grandes dioses.
Respecto a la corrupción de los jóvenes, es la peor de las calumnias. Sócrates no tenía escuela dónde enseñar, ni discípulos que lo siguieran a todas partes; lo suyo era el diálogo directo, de donde emanaba una filosofía de la vida. “Yo jamás fui maestro de persona alguna (…) me pongo a disposición (…) para que me pregunten y para que todo el que quiera escuche lo que digo al responder”. Con una doctrina que se actualiza conforme el tiempo pasa; en efecto, nos parece estar escuchando a Paulo Freire cuando Sócrates “preguntaba a los otros para instruirse él mismo y hacer reflexionar a sus interlocutores”.
Eso sí que lo sabía el comediógrafo Aristófanes, pero vaya uno a saber por qué, cual Judas Iscariote, aportó a los jueces argumentos (en Las nubes y él como testigo) durante el proceso para que condenaran a Sócrates: “¡Qué loco era yo, cuando rechazaba a los dioses a causa de Sócrates! (…) perdóname si he sido trastornado por su verborrea. Y aconséjame sobre si debo presentar una querella y proceder judicialmente…” Y Sócrates, plenamente consciente de la farsa, acabó facilitándoles a los jueces el fallo al declarar, con punzante ironía, “que en lugar de castigo él merecía el privilegio de ser mantenido por el Estado”, en razón de que había educado a sus conciudadanos sin recibir ningún estipendio.
A esas alturas, Sócrates no sentía ningún temor por su próxima muerte; todo lo contrario, ya la deseaba, en virtud de lo que él llamó una “asistencia divina”: «Sócrates, al fértil país cuyo nombre es Ftía irás, creo yo, en el tercer día», dice que así le habló durante el sueño “una hermosa mujer, vestida de blanco”. De idéntico acento es este postrero y tranquilizante mensaje de Sócrates: «…estaría fuera de lugar a mi edad el disgustarse por el hecho de tener que morir en fecha próxima».
Por: Donaldo Mendoza.