Cada proceso electoral colombiano es un capítulo más del tratado de corrupción que corroe nuestra maltrecha democracia. Se surte en varias etapas complementarias que conducen a la usurpación y mantenimiento del poder político y económico en manos de un reducido grupo de familias y grupos que viven del erario.
El primer elemento de este vampiro lo integran la Registraduría Nacional y el Consejo Nacional Electoral, los que definen o acreditan la permanencia o no de ciertos sectores minoritarios en los organismos de elección popular, que ignoran los cuestionamientos que algunos sectores políticos no presentes allí han hecho, sin que tengan respuestas convincentes.
Un ejemplo es la negación que se hizo en los escrutinios pasados sobre la revisión del software que maneja el algoritmo electoral. Un segundo elemento, igual de cuestionable, es el proceso mismo de proselitismo electoral fundamentado en el constreñimiento electoral, en el poder económico y en la ausencia de propuestas creíbles y bien estructuradas hacia el elector.
Este, por lo general, es de baja formación política, desempleado, amordazado laboralmente, manipulado con falsas promesas de corto plazo y saturado con publicidad engañosa.
El elector, en su mayoría es gravitacional, gira alrededor de las campañas ricas en recursos económicos aunque pobres en ideas; de antemano asume que estas serán las ganadoras, mucho antes de que sus candidatos se pronuncien acerca de los problemas que afectan al ente territorial. La bulla y la emotividad saquean los sentimientos del banco electoral y lo conducen, como en acto de magia, a satisfacer los intereses de los promotores. Claridad política no hay, comprensión de los problemas propios, tampoco; por eso el elector promedio va a las urnas sin saber qué pasará con él y su familia en los próximos cuatro años.
Es como disparar en la oscuridad. Hoy, para la alcaldía de Valledupar, en los sondeos informales ya hay dos aspirantes a quienes el imaginario colectivo ve con las posibilidades de ganar pese a que aún no han dicho la primera palabra o frase que permita adivinar qué harían; personalmente, la mayoría de la gente no los conoce, solo de oídas; no interesa que propongan sino cuales grupos políticos los avalan y qué tan rica es la campaña. Sus eslóganes carecen de un mensaje propositivo y redentor pero ya tienen tomada la ciudad y gran parte de los vehículos; la gente los muestra frente a su casa como un San Benito, esto es un rito. P. ej., “Por ti Valledupar”, de suyo no dice nada pero podría tener muchas interpretaciones, dependiendo de la malicia de quién lo mire.
Algunas podrían ser las siguientes: por ti me hice rico, por ti saciaré con contratos a mis amigos, por ti seguiré manteniendo mis privilegios grupales y familiares, etc. Por una mala lectura uno podría leer: Partí a Valledupar, la quebré. Otro eslogan inocuo: “Vamos”. ¿Para dónde? Hay muchos caminos y objetivos: ¿al desastre, al continuismo, al mantenimiento de la corrupción? Habría que pedirle al oráculo que nos defina esta simbología de muletillas electorales sin contenido pero con muchas expectativas emocionales.
Esas consignas son las que mantienen irredento al municipio, sin empleo y sin transporte, con violencia y asesinatos. ¿Podrá la gente despertar y entender? ¿Cuál será la magia, cuál es el mantra?