El antes pequeño pueblo de calles de barro y piedra, estuvo de fiesta. Sobre los ahora callejones de pavimento quebrado navegaron aromas de ropa recién estrenada mezclados con perfumes vertidos en exceso sobre cuerpos sudorosos que, al caer la tarde ensopada por la humedad de una lluvia a quién a través de un santo se le rendía culto, salieron a conmemorar. Hombres de guayabera, niños de blanco, madres emperifolladas y niñas arregladas como princesas de satín rosado, arrastraron sobre el cemento sus vestidos hechos para otra ocasión pero usados por solemnes en esta fecha en la que la tradición obligaba a vestir de gala.
Los vidrios de las ventanas aledañas a la plaza en donde se realizó la parranda todavía tiemblan por los bajos del sonido que desde la tarima retumbó, en medio de un ambiente de baile. Afortunadamente, antes de que la música se apoderara de todo, hubo tiempo para la procesión y las misas. Era que el pueblo estaba de cumpleaños. Ese era el acontecimiento. Y el pueblo se dispuso a celebrarlo como las directivas eclesiásticas y administrativas consideraron necesario: religión y ebriedad. Antes de que el primer rayo de sol se desbordara desde el Cerro Pintao hasta la vastedad adormecida del municipio de aniversario, retumbaron en el infinito las existencias explosivas de los voladores que precedieron como mensajeros al crepúsculo matutino.
Y los fieles fueron a misa y caminaron la procesión, con sus pintas de lino y holán, para afirmarse bajo un firmamento brumoso. Y los unos y los otros dejaron sus envidias mientras disfrutaban frente al atrio de la iglesia de un raspao con leche, a la salida de misa. Todo el mundo acudió a la plaza. Los motaxistas hicieron sus pesos porque hasta el menos favorecido hizo uso de sus recursos para proveerse y proveer a los suyos de lo necesario para la festividad. ¿Entonces qué, nos vamos en moto o a pie?- Preguntó al terminar la procesión un joven a su compañera, quién sabiendo de lo apretada que estaba la cosa en la casa miró con ojos de resignación y emoción la cara de su pareja, padre del niño que los acompañaba y empezaba a llorar por el ruido y el calor. Vea, llévelo en moto – Le dijo un mototaxista- que está cansao el pelaito. Entonces el padre regateó el precio, accedió y se treparon al carruaje con la satisfacción de quién disfruta sin remordimientos de un lujo pasajero.
Días después, a otros pueblos llegaron las noticias sobre lo buena que estuvo la fiesta, que duró tres días porque tuvo un antes el miércoles, un durante el jueves y un después el viernes. Imposible conseguir a un médico o a un abogado sobrio esos días que algunos habitantes, entre entusiasmados por el gozo cumplido y arrepentidos por lo despilfarrado, denominaron como: otro festival; de tres días y con un concurso de talentos musicales en lugar de acordeoneros pero que culminó como todo festival: sin plata y con mucho guayabo.