En Colombia existe una marcada inestabilidad constitucional que impacta la seguridad jurídica del régimen político, hemos tenido una tradición caracterizada por intentar resolver los principales problemas del país, a través de la expedición de Leyes. Desde la entrada en vigencia de la Constitución de 1991 hasta diciembre de 2016 se han tramitado 46 reformas, en promedio una reforma cada siete meses. Tan solo cinco fueron declaradas inexequibles por la Corte Constitucional.
En el país el poder de reforma constitucional ha sido utilizado en manera desmedida y con direccionamientos de representatividad inducida causando daños al equilibrio de poderes. La percepción general de este tipo de decisiones tiene un fundamento medido por el interés personal y encausado por el usufructo político. Las gabelas en el ordenamiento jurídico colombiano, propicia una percepción mentirosa de flexibilidad normativa, porque no evidencia resultados visibles, pero fomentan desconfianza en los grupos de valor y prorrogan los anhelos de la construcción sólida de la Republica. Las reformas al ordenamiento jurídico deberían redundar en cambios significativos en el contexto social, económico y político del país, sin embargo, los resultados evidencian que los problemas que procuran resolverse quedan detallados en las normas, pero intangibles en la realidad.
Estas circunstancias conciben profundas desigualdades, porque el incumplimiento de los propósitos se enraíza profundamente debido al fenómeno deplorable de la corrupción y germinan en virus peligrosos atacando la productividad de los que tienen menos acceso a la educación, al sistema de salud ineficiente y los servicios públicos. Pasa lo mismo en materia de calidad de las tierras y la concentración de su propiedad, variables propicias para el incremento de los indicadores de pobreza, en los cuales coexiste una patente con resabios históricos.
Hasta hace poco una de las ideas más difundidas en los diferentes escenarios académicos y políticos del país, coincidían que Colombia era la democracia más sólida de América Latina. No obstante, estamos viviendo una crisis de confianza en las instituciones, amplificada por los escándalos de corrupción tipo Odebrecht y otros similares, con el agravante del desenmascare doble vía de la modalidad del delito. La solución del problema debería iniciar con la preminencia de la institucionalidad, pero la decadencia ética de los ejecutores concluye invocando más y nuevas reformas – curiosa paradoja.
Los partidos políticos han venido perdiendo valor para quienes van a optar a algún cargo público, absurdo despropósito, que promueve la iniciativa de desligarse de cualquier atadura partidista para aparecer ante la opinión pública como independiente, causándoles una herida de muerte a los partidos políticos, que vienen enfermos desde el Frente Nacional. Inverosímil ilusión, que en efecto, contradice los propósitos adscritos a la concepción de institucionalidad. Bajo estos lineamientos y la macro-corrupción existente en el sistema político, considero inútil e intranscendente el proyecto de Reforma Política que hace tránsito en el Congreso de la República.
En la configuración de los modelos democráticos en todo el mundo, una de sus razones fuertes consiste en la ampliación de las garantías y facultades para los ciudadanos en aras de moldear la construcción del Estado a partir de los procesos de participación, en Colombia esta ambiciosa pretensión mimetizada por el valor de la democracia se desmorona por los exagerados costos de las campañas políticas. Por eso insisto en la omnipotente encomienda de la institucionalidad; este atributo escuálido y en crisis en el país es supremamente peligroso y constituye una puerta amplísima para el afincamiento de corrientes populistas encarnadas por líderes carismáticos, sin distinción de la ideología que profesen y terminan convertidos en fenómenos convenientes para enaltecer y polarizar.
Polarización y división es la impronta de los actuales precandidatos presidenciales en el país, cada uno lleva debajo del brazo un compendio de reformas. El panorama es incierto, porque de un lado nos vaticinan un futuro oscuro en manos de los comunistas o castrochavistas, pero del otro, la continuidad de la elite dominante en nuestra historia republicana, en la que siguen sobresaliendo los políticos que siembran miedo, los estrategas de las campañas que manipulan el odio, la percepción que ser político es sinónimo de corrupto y las dificultades que persisten en las republiquetas del Catatumbo y Tumaco, pese al paso importante del proceso de paz.
Por Luis Elquis Díaz
@LuchoDiaz12