MI COLUMNA
Por Mary Daza Orozco
En uno de mis libros comento que no se debe regresar a los sitios donde se fue especialmente feliz, porque no se encuentra nada, sólo el escenario vacío. Un amigo, de esos que se meten muy hondo en el alma sin posibilidades de que salgan de allí, me dijo: “No te parece que cuando regresas a casa sientes que las cosas te estaban esperando, te sonríen y saludan. Son como mascotas que se alegran con tu llegada,”
Los dos conceptos los aprecié cuando regresé al pueblo. Sólo había vuelto a Villanueva por momentos, ahora pasé unos poquísimos días, invitación de mis primas para que descansara de tanto escribir sobre política, y me arriesgué a encontrar el escenario vacío y sí lo estaba, pero en el sentido de un desencuentro con los seres queridos, los que ya dejaron de ser; el plató sigue ocupado por distintos autores que representan su obra y cuando terminen llegarán otros a hacer lo suyo, es el juego de relevos permanente e inexorable a que estamos sometidos.
Encontré a mi pueblo cundido de recuerdos agazapados en todos los rincones, con su cielo en el que todavía se ven estrellas, porque el alumbrado no es tan potente como el de las ciudades que pueda opacar sus centelleos; con gente que todavía recuerda nuestros pasos juveniles por calles destapadas; con el templo que creíamos, con ese poder magnificador que tiene la niñez, que era el más grande del mundo, ya está vetusto, pero sostenido por su carga de historias y de piedad; y las casonas, un tanto descuidadas, algunas con ribetes fantasmales.
Reviví momentos sabrosos como la sentada a la puerta de la calle a ver pasar a la gente y a contestar los adioses de los transeúntes, conocidos o no; parece una simpleza, pero no, es la vieja costumbre de apreciar la vida que va y viene.
Y hubo un instante que fue como un bombazo al centro del corazón, ocurrió frente al silencio de ellos, eternos mutismos escondidos detrás de lápidas alusivas a un pasado en el que creí que sus abrazos iban a ser para siempre, allí están todos los de la generación de mis padres, y los de más atrás, y otros, de tiempos remotos; inundada por el olor a flores marchitas pensé que la historia de los pueblos la leemos en la alegría de sus cunas y en el silencio de sus tumbas.
Pero Villanueva no se ha quedado sólo en recuerdos viejos, no, se construyen nuevas historias y edificaciones modernas, lo reconocí en un ‘tour’, con un guía paciente y atento que me llevó a ver el viejo Cafetal, las nuevas calles y construcciones y un parque, que ya lo quisiéramos aquí. No importa el nombre, le digo el parque, el crepúsculo había caído sobre él y los bombillos encendidos hacían un juego de luces y de sombras: jóvenes que jugaban, parejas que paseaban, niños que gritaban y la tienda de la esquina abierta con el insuperable encanto de las negocios de barrio; por la derecha bajaba, quizás de los cerros, el olor a mastrantos: albahaca, hierbabuena, menta que hablaba de naturaleza feraz. Y unas voces, la de él y la de ella, susurrantes a veces, reveladoras otras, de asombros, de descubrimientos, de almas desnudas, ¿cuándo cesaron? quién sabe, había que seguir el recorrido.
Gente alegre, propagandas a todo volumen que trataban de romper la placidez de una noche que era pura magia, pero no pudieron, era más fuerte eso que sucedía: ¿un rapto onírico?, ¿un dèjá vu?, ¿o simplemente el pueblo besado palmo a palmo, como si tuviera el temor de no volverlo a ver de igual manera?, y no era tristura ni pesimismo, sencillamente era ese recelo de que se acabara lo grato.
Ahora sé que, cuando vuelva de nuevo a casa, la gente, las cosas, el parque, las calles, las piedras enterradas, la voz susurrante, el olor a hierba, el guía, las primas, siempre estarán esperando, quizás no con la misma magia, tal vez superior, o con un simple encantamiento que se hará perdurable.