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Sicodelia literaria

Por Jarol Ferreira Acosta

Leer a Chaparro Madiedo es fumar literatura bebiendo pintura, inhalando rock; es nacer a un mundo en donde la gente vive a merced del escaso afecto que puede arrancarle a la inclemencia de la indiferencia, aferrándose al amor vigente en cada rincón que existe dentro de su rango vital  como único chance de subsistencia, por física necesidad de amar y ser amado. Es jugar con la maldad inocente de un niño que  se entretiene demoliendo ciudades para luego rearmarlas en una presentación cercana a lo que su ingenio percibe del medio ambiente en el que se desenvuelve. Es leer historias escritas sin la pretensión de remitir a un futuro o pasado ejemplar; historias cuyo principal valor es el de estar construidas por el divertimento del aquí y ahora. Es entender la ficción desde una perspectiva sustentada por la juventud, su prepotencia y su rebeldía. Es dar por absoluto el punto de vista de alguien que está fuera del alcance de lo establecido como norma; es ser un hippiepunk mientras se vive a través de sus renglones, sin que esta supuesta contradicción genere un choque. Es proponer una estética manada desde la experiencia de la sicodelia literaria más que desde la historia misma, regida por leyes que de ser seguidas solo nos conducirían al hastío de la realidad y no a la satisfacción del espíritu como respuesta al tedio.

Es coexistir bajo un cielo gris con gatos que hablan y pájaros embalados. Es vivir la indigencia y la amistad, a través de una torta de naranja o un chorro de güisqui en ayunas. Es mirar retratos de una adolescencia delirante que revela la incertidumbre del porvenir en medio de la soledad citadina de La Capital. Es vivir en un mundo de cine, leyendas que por iniciativa propia se hacen espirales antes de comprimirse y estrellarse sobre  la dureza de la calle y su intemperie. Es mirar fotos de un universo que muere y renace en medio del aparente caos que lo rige y lo sublima. Es empezar a tripear antes de siete de la mañana, viendo gastarse el día mientras en el exterior cae una llovizna que percute como música de fondo. Es sentir un deseo enorme de una satisfacción que no puede ser en las condiciones impuestas por las circunstancias. Es tomarse la vida como al humo de un cigarrillo sin filtro, consumiéndose en el transcurrir del tiempo, mientras se contemplan sociedades programadas para servir a un sistema concebido por máquinas de contar billetes. Es sobrevolar el planeta en la misma nube que Cobain, afirmando que Morrison resucita cada cinco minutos, y disfrutar de la contaminación, la anarquía y la maravilla de existir en medio de la perpetua degeneración que nos contiene.

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