Hace algunos días se conocieron los resultados de la última encuesta realizada en las cinco principales ciudades del país, por la firma Invamer SAS, cuya relevancia en medios de comunicación la copó el histórico bofetón a la imagen presidencial y de su mentor, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, con un 70 % de desaprobación, aunque integralmente los guarismos merezcan un vistazo más reposado, de caras al proceso electoral que muy pronto comenzará oficialmente en el país.
Curiosamente los titulares de prensa solo magnificaron aisladamente la desaprobación de la gestión del presidente Iván Duque, cuyo registro alcanzó un deshonroso 75 %, solo igualado por el conservador Andrés Pastrana en los cruentos años 2001 y 2002, ocupándose de la consecuencia, cuando muy seguramente la causa de la debacle sea el infortunado manejo de algunos temas, los cuales fueron identificados por los colombianos como origen de nuestros males, estos son la corrupción con un 31 % y el desempleo, con el 25 % de los encuestados.
La institucionalidad también fue rajada. El Congreso de la República sigue siendo la cantera de la deshonra, las cortes cada día promueven la incertidumbre jurídica que nos impide ser libres, los organismos de control del Estado gravitan entre la impunidad y la modernísima inquisición de los políticos de turno para inhabilitar contendores, incluso la prensa, en otrora dueña de un sacrosanto poder, hizo aguas ante la traición de sus principios básicos para informativamente beneficiar amigos o convertirse en la punta de lanza contra definidos objetivos de los grupos económicos o casas políticas que controlan sus contenidos. La desaprobación es total.
Vivimos un momento en que el reconocimiento particular de un cargo púbico se convirtió en vergüenza, es tal el descrédito institucional que supera las condiciones individuales del dignatario. Hoy el problema radica en que las instituciones no colman las expectativas de las comunidades, aparte de que se convirtieron en feudos desde donde se planean negociados particulares con los bienes públicos. La pregunta que surge entonces es, ¿por qué no reaccionamos electoralmente contra los vampiros de la política o a favor de líderes que promueven estructurales cambios en los entes que inspirados en el statu quo social eternizan la inequidad?
Tal vez sea miedo al cambio o efecto de los mitos que nos construyen desde las trincheras gobiernistas para perpetuarse en el poder o la cómoda postura politiquera del menor esfuerzo, en la que preferimos plegarnos a la sucesión de dirigentes políticos establecidos monárquicamente, con la esperanza de obtener algún beneficio personal a cambio del cómplice silencio, el cual frustra la esperanza de un pueblo que nos convirtió en líderes. Prácticas que eufemísticamente le llaman pragmatismo, pero que realmente no pasa de ser una vulgar venta de conciencias al más alto nivel.
Se acercan las elecciones parlamentarias y luego las presidenciales, escenarios democráticos propicios para de una vez por todas reaccionar y si de verdad queremos el cambio, cambiar. No de nombres, porque caeríamos en la trampa de siempre, eligiendo una ilusión para luego padecer una frustración. Identifiquemos lo que cada quien representa y votemos en consecuencia, la demagogia no tiene espacio cuando las realidades exigen prioridad. Basta de votaciones sucesorales, ya está bueno de críticas cuatrienales e inercia electoral.
El departamento y la nación piden grandes transformaciones y en nuestras manos está volverlas realidad. Te repito mi amigo, si quieres un cambio, ¡cambia! Atrévete tú individualmente, que quienes hoy están gozando las mieles del poder no están interesados en ello. Un abrazo.
@antoniomariaA.