Por Marlon Javier Dominguez
El joven maestro Jesús inicia su actividad misionera, luego de haber sido bautizado en el Jordán; anuncia que está cerca un Reino justo, pregona por doquier una noticia que encuentra fácil acogida en los corazones de sus oyentes: Dios no es aquél ser castigador e intransigente del que se venía hablando hacía siglos, ni la relación de los humanos con la divinidad debía estar marcada por el miedo y el ofrecimiento de sacrificios materiales.
Dios, según lo pregona el carpintero de Nazaret, es Padre que ama y perdona, pastor que busca la oveja perdida, providencia infinita que se ocupa del bienestar de sus hijos sin esperar contraprestaciones. A este Dios no hay necesidad de ofrecerle sacrificios de ovejas y vacas, sino simplemente un corazón bien dispuesto.
Su presencia no se circunscribe a un lugar o a otro: está en todas partes; el culto que se le rinde no debe seguir pasos específicos e inalterables: se le adora “en espíritu y en verdad”; no pertenece de manera exclusiva a una raza o a un grupo cerrado de elegidos: “a toda la tierra alcanza su pregón”.
No hay duda de que la fascinación causada por Jesús entre sus coterráneos fue algo sin precedentes, y de que las masas comenzaron a escucharlo y a seguirlo con frenesí; además, sus palabras estaban respaldadas por los signos que realizaba: curaciones, liberaciones, disputas con los maestros de la ley, perdón de los pecados, acogida a los pecadores y una vida coherente con su discurso. Era el momento de escoger a sus más inmediatos colaboradores.
Como muchas otras de sus acciones, la elección de los discípulos desafía las leyes de la lógica convencional: a orillas del mar de Galilea Jesús elige a cuatro pescadores. Se trata de hombres rudos, probablemente con una instrucción adecuada sólo para ejercer su oficio, quizás tímidos para hablar en público o incluso torpes para expresarse. Nada importa.
El llamado del maestro les hace abandonar las redes y lanzarse a la aventura. No saben lo que vendrá y es mejor así.
Simplemente se fían de la palabra de un hombre que afirma ser el Hijo del mismo Dios.
A lo largo de sus vidas estos cuatro pescadores serán testigos de innumerables milagros y ellos mismos ejecutarán algunos; serán aclamados por muchedumbres, su palabra será tenida como palabra del mismo Dios y se verán revestidos de una autoridad que jamás imaginaron, pero nunca perderán de vista lo que son: humildes pescadores elegidos sin mérito alguno para ser en el mundo las manos de Dios.
En eso consiste la respuesta verdadera al llamado divino. No se trata de un mero cambio de status que transforma a los elegidos de parias en brahmanes, sino de la conciencia profunda de estar al frente para servir y no para ser servido.
Nadie se sienta excluido de mis palabras: padres de familia, sacerdotes, pastores, maestros, doctores, administradores públicos y privados, etc., todos hemos recibido de Dios un llamado irrevocable al cual es preciso responder, conscientes de la propia identidad. Olvidarnos de lo que somos es el primer paso para comenzar a aparentar ser lo que nunca hemos sido.