“Así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo y todos miembros los unos de los otros” Romanos 12,5. Llegada esta tradicional época de festejos familiares y reencuentro con amigos pienso en los orígenes de la humanidad y de cómo debieron ser las cosas allí en el Huerto del Edén.
Adán no solamente recibió un papel significativo de autoridad en la creación, sino que también disfrutaba de sentirse salvo y seguro en su relación de amor con Dios. Todas sus necesidades estaban satisfechas; mientras estuvo en el Jardín era cuidado por completo, tenía mucho para comer y había abundancia de vegetación y fauna. Podía vivir una vida de plenitud en la presencia de Dios. ¡Nada le faltaba!
Sin embargo, como resultado de su desobediencia, perdió ese sentido de estar confiado, salvo y seguro. Antes de pecar estaba desnudo sin sentir vergüenza; después, tuvo miedo, se escondió de Dios y quiso cubrirse. El miedo y la vergüenza fueron las primeras emociones expresadas por la humanidad caída. Allí perdimos todos, la seguridad y la certidumbre que solamente la podemos recuperar en Cristo, nuestro postrer Adán. Cristo vino a restaurar todo aquello que la experiencia del Edén nos arrebató. En Cristo tenemos redención y libertad con un claro sentido de pertenecer a su cuerpo y ser miembros los unos de los otros.
Adán y Eva vivieron el sentido de pertenencia en ese perfecto Jardín: tenían una íntima comunión con Dios, un trabajo benéfico y se apoyaban y ayudaban mutuamente; así, se enriquecía su experiencia de pertenecer. Pero, después, se sintieron rechazados y experimentaron el doloroso vacío de no pertenecer a un colectivo mayor que los envolviera y protegiera. Aquello que fue un atributo y beneficio antes, se convirtió luego en una necesidad sentida. ¡Nosotros heredamos hoy esa necesidad de pertenecer!
Amados amigos, creo que el verdadero sentido de pertenencia debe provenir no tan solo de saber que somos hijos de Dios y parte de la familia celestial, sino también que somos miembros los unos de los otros y que pertenecemos a una familia o comunidad que nos arropa y nos brinda protección y seguridad emocional y material.
Cuando Dios creó a nuestros primeros padres estableció la comunidad humana. La intención al crear a Eva fue romper con la soledad de Adán. No es bueno estar solos. La soledad puede llevarnos a ser solitarios, egocéntricos y desconfiados; pero Dios tuvo la idea de prevenir la soledad con la intimidad. Es decir, con relaciones honestas, significativas y compartidas con otros.
Tenemos en Cristo la capacidad para sentir que pertenecemos a algo mayor que nos envuelve y nos permite tener intimidad y comunión con Dios y con otros creyentes, lo cual, les da a nuestras vidas un sentido de misión y destino. Todo el plan de Dios consiste en restaurar la humanidad caída y establecer el Reino de Dios en la tierra, no solamente como parte de nuestra victoria personal, sino también como parte de la redención plena de la creación; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Gracias damos a Dios porque nuestras necesidades de certidumbre, seguridad y pertenencia pueden ser plenamente satisfechas en Cristo. ¡Disfruta las fiestas navideñas con Dios y con tu familia! Un abrazo en Cristo.