Hubo una vez un pueblo, mi pueblo, de hombres, rubios de ojos claros o trigueños de ojos negros, orgullosos de sus ancestros: españoles o franceses. Caminaban con la cabeza en alto con la mirada desafiante, con la mirada enternecida, con la mirada perdida, con pasos quedos, con pasos recios, con pasos ebrios, pasos calculados, con los movimientos ensayados, acordes con el vestido de lino blanco impecable, vestido caribe, corbata negra como los zapatos con brillo de espejos, atuendos que aludían a vidas impolutas: esposas pacientes, hijos sumisos, queridas discretas, hijos naturales, misa dominical, Hermanos del Santísimo, cumplidores de las obligaciones sociales, conocedores del clima, de los cultivos, de la política; unos, apenas letrados; otros, teguas de abogados o médicos graduados, homeópatas o curanderos; unos, veteranos de la Guerra Civil con títulos ganados o títulos supuestos; otros, maestros de escuela: la disciplina férrea, los golpes y los castigos, métodos certeros de enseñanza plenaria.
Hombres pilares de la existencia del pueblo, abuelos que nos heredaron, por encima de todo, el respeto por la dignidad. Conocí sus vidas cuando mis padres hacían memoranzas de los mejores tiempos, los padres sin vestidos de lino, sin andares pomposos, con queridas asomadas a la vida sin temores, con hijos legitimados o no; padres, estudiado él; ama de casa, ella; padres que inculcaron el mandamiento de amar los apellidos, de respetar la estirpe. Estirpe sin historia, estirpe igual para todas las familias.
El pueblo rancio, fundado por españoles, con nombre del santo del día, pueblo con olor a vejez saturado de germinaciones nuevas, el pueblo cuadrado con cuatro barrios, en principio, y el centro donde estaba la alcurnia, alcurnia que se disolvió, la diáspora lenta, desbandada, no por la violencia de sangre y muerte, por otra violencia: la maledicencia, las murmuraciones el irrespeto por los sentimientos y las familias que se volvieron contra los de su misma familia.
Pueblo como todo pueblo en donde rebulle la condición humana, plena, expuesta en todos sus matices; historia que es la de muchos o la de todos, la de ellas o la mía, la de ellos o la tuya.
Mi pueblo sigue ahí con la carga de su historia que ya nadie conoce, enterrada bajo siglos de existencia, con generaciones nuevas que escriben sus propias vidas, que estudian, gozan festivales, asiste a carnavales decadentes, con aspiraciones de traer dinero de las minas, sociedad emergente, club muerto que se trata de resucitar, señoras que rodean las mesas de juego para espantar el hastío o crear habladurías; la plaza donde no falta un estropicio, plaza en la que soñamos con futuros dorados, piedras tapadas por el pavimento, amistades rotas, amistades perdurables, amistades que ya no están.
Mi pueblo distinto, pero siempre igual, el que hiere y sana, el que encanta y decepciona, al que solo se puede amar de cerca u odiar de lejos. Mi pueblo sigue ahí viendo pasar la vida, las vidas nuevas o viejas, los recuerdos vetustos, lo que fue y ya no es. Sigue el bullicio en la plaza, es mi pueblo, sí mi pueblo, el de mi familia de origen, el pueblo donde me bautizaron, el pueblo donde están sepultados mis padres, mi pueblo, sí, mi pueblo…Villanueva.
Por Mary Daza Orozco