Sólo después de la alineación de dos planetas con el eje de la Tierra se podía levantar la nueva aldea. Tutaka, el mama que habitaba retraído en un mundo íntimo por la loma de Ganazúmaque, esperaba ese acontecimiento sideral.
Kacaseráncua, el padre de las demás divinidades de la Sierra, le revelaría a él, por una de sus visiones en las volutas de humo y en los ruidos crujientes de la leña, el sitio donde se anudarían las varazones de la kancurúa, en cuyo rededor se levantaría el nuevo poblado con bohíos redondos y techados con capirotes de paja, la que sería la aldea más numerosa de la tribu.
Muchas lunas habían surcado la curvatura del cielo sobre las hondonadas y las crestas de las sierras desde aquella época, desvaída ya en la memoria de todos, en que sus antepasados lejanos habitaron Káncuaca, la aldea cabeza de los kancuamos, que había existido en una alta planada que apretujaba los domos de las lomas vecinas.
Un día, los colonos de las llanadas de abajo se vinieron con sus hachas y sus rebaños de cabras derrumbando los montes. Entonces los bohíos de Káncuaca fueron dejados a la suerte de la intemperie deshaciéndose en pedazos hasta quedar, como último vestigio de su existencia, sólo las piedras lisas de sus cimientos desnudos.
En alguna parte se rehízo el poblado. Fue en un paisaje de altibajos entre un río de poca agua y la quebrada de Kubiríntucua, que conjuraron con rito de carrizos y bailes de ceremonia los mamas de la tribu, como heredad bendecida por Yuí, el sol, la deidad que con el bravo fogaje de su aliento le daba vida a todo lo que existe.
Tiempo después, por otra vez, llegaron los colonos de la llanura con sus perros de colmillos rasgantes y sus armas de retumbo. Uno de ellos, vestido de saya con el color pardo de las torcazas y el pelambre de su barba al pecho, se antojó de levantar una casa ceremonial con una campana cristiana, que llamaron después Iglesia Vieja.
Pasado ese suceso, tres ancianos de la tribu, un día de caminata, con las mantas curtidas por el sudor y el polvo de la travesía, subieron al bohío de Tutaka. Con la sabiduría en ciencias escondidas que nadie más sabía, sus decisiones se escuchaban con la cabeza baja para un acato sin dudas, rotundo.
Un nuevo poblado entre parajes más subidos de la serranía, era el deseo de quienes le llegaron, pero Tutaka impuso silencio con un gesto imperioso de la mano para decir que eso era abandonar a la voracidad de la gente blanca las tierras de abajo, y que además los lugares de arriba eran las montañas heladas que los mamas de veinticinco generaciones atrás las habían prestado a los koguis, que con el nombre de taironas llegaron asolados de hambre por el acoso de muerte de los arcabuces conquistadores que los sobrepujaron desde la otra orilla del mar, a través de la Sierra, hasta estos sitios que habitaban ahora.
Fueron los años en que a Cuchacique, un cacique tairona, les desbarataron sus montoneras de indios flecheros en las tierras costeras, lo apresaron para descuartizarlo por mandato de un capitán español, cuando ataron sus manos y pies a cuatro caballos que espantaron con direcciones contrarias.
Tutaka nada dispuso al pedido de sus visitantes. Tendrían respuesta tres lunas llenas más luego, para la época en que se adormecen las montañas de sequía, se repelan los árboles y todo el paisaje se arropa de flores amarillas, cuando Kacaseráncua, le mostraría su designio en las señales de una flama de fogata que entre piedras redondas calentaba su bohío, y cuando, además, se alinearan los planetas en la bóveda del cielo.
En sus meditaciones sin fondo, rígido como un muñeco de palo, sentando en el centro de la choza frente a un fogón, el mama era asistido por un indiecillo que aprendía de la oculta sapiencia del nigromante, y quien sigiloso, para no perturbar el letargo meditativo de éste, alimentaba la lumbre con tizones de humos balsámicos.
Su cara con los surcos de una despiadada vejez y sus colgantes cabellos de ceniza, se transfiguraban con la refulgencia solferina de llama, dándole la apariencia de un venerable gurú del Indostán, ensimismado en su universo de alucinaciones.
Algunas noches salía de su encierro y desde la entrada escudriñaba en el mapa del cielo el débil resplandor de Tamena (la nebulosa de Orión), de Hunkué (constelación de Tauro) y Mincoco (constelación de Sirio), entonces su voz quebrada de vejez era llevada en el viento que rasaba la calva de las lomas, entonando una invocación en “teijua”, el lenguaje de ceremonia de los mamas taironas que sólo conocían los mamas más viejos de la Sierra, y que a su vez lo habían aprendido de los mamas remotos que existieron en los ventisqueros de Kankin y Surivaca, por allá arriba donde están los heleros de las lagunas sagradas.
Un día, minado su cuerpo por las hambrunas de sus ayunos místicos y los ojos dilatados por el abuso de sus vigilias sin fin, salió apoyado con una vara de butusuma, el arbusto escogido como símbolo de su rango. El planeta azulado de Nantabe (Venus) y el planeta rojizo de Butima (Martes) se habían alineado en el firmamento. Fue cuando en la fogata de su choza habían crepitado los leños haciendo un chispero de avispas luminosas.
En presencia de muchos de la tribu que vinieron a su llamado por las quebraduras de los caminos serranos, con paso tardo y cubierto por un manto blanco que le daba la apostura de un patriarca bíblico, fue seguido en silencio por todos, subiendo y bajando barrancos para señalar con la punta de su bordón los linderos de la nueva aldea. Unos manantiales cruzaban el relieve rugoso del lugar, sobrevolado por montones de colibríes (tanki), al pie del corpachón de un cerro de donde los aguaceros despeinaban dos saltos de agua.
A la vista distante estaba Mamarongo, la loma sagrada. En cada punto cardinal, excavó con el vértice de su vara, enterrando tumbagas, y una cornalina en el sitio donde se levantaría la kancurúa, el santuario de las invocaciones, de los pagamentos y de las súplicas.
Entre la bruma de un sueño de presagios que tuvo, había visto su cuerpo sepultado en el suelo de esa kancurúa, y a los colonos blancos que tramontarían, un día venidero hasta allí, huyendo de sus tierras con sus mujeres y sus hijos, de las fiebres tercianas, de las desolaciones de las guerras que se hacían entre ellos, de las pestes y de la nube de langostas que se tragaban el verdor de sus llanadas. Ellos después erigirían su templo sobre las ruinas de la kancurúa.
Moriría en un tiempo cercano que se iba descontando a cada hora. Su aluna (espíritu) vagaría según el sueño premonitorio, en los giros alocados de las brisas que doblegaban los pajonales de la serranía, hasta cumplir la purificación por sus veleidades humanas. Después, su esencia del mundo que había dejado, se haría uno solo con el aluna de las deidades tutelares de la tribu, que moraban desde siempre en los espinazos nevados de la Sierra.
Ahora, cuando hubo señalado los lindes de la nueva aldea, su boca contraída por las encías arrasadas, entonó un canto en teijua. Después, con acento litúrgico, dijo: “No lo veré. Cuando se vayan las últimas lluvias, ya no estaré”.
Luego extendió hacia adelante el bastón en punta dando una vuelta sobre sí mismo como si visionara la aldea que no verían sus ojos. Antes de hundirse en la estrecha penumbra de su bohío para sepultarse en las perpetuas elucubraciones de su mente asiática, exclamó: “Se llamará Tanki… y existirá para siempre”.
Por Rodolfo Ortega Montero / EL PILÓN