Si remontamos la historia, aunque con la necesaria humildad que cabe, podríamos decir que el nombre de nuestro Aníbal, estuvo precedido en el tiempo por el de su homónimo, aquel general Cartaginés, altivo y bronceado, que en la Segunda Guerra Púnica, fue el vencedor de los romanos, en las batallas campales de Trebia, Trasimeno y Cannas, a comienzos del siglo III a.C.
En el pasado nuestros queridos “viejos” tenían unos cuantos conocimientos históricos, generalmente escuchados, y quizás la narración de algunos especialmente relevantes podría hacerles soñar en el futuro promisorio de sus hijos.
Aníbal Martínez Zuleta fue un campeón de la política, cálido familiar y acérrimo amigo –herido en el medio del corazón por las prematuras muertes de sus hijos varones, erguidamente, sin embargo, siempre marchó hacia adelante-.
Tales querencias fueron los tres ejes que atravesaron su existencia, garantizándose entre sí una mutua y permanente solidaridad. Las dos últimas se esforzaban conjuntamente para fortificar la primera, que, luego, él ponía al servicio de sus conciudadanos. Fueron sus intereses primordiales, que cultivó y afianzó infatigablemente.
Por eso fue capaz de calar tan profunda y entrañablemente el alma de su pueblo llano, y lograr respeto y prestancia en la conciencia de los estatus sociales más elevados.
De su poder, nunca recibí gracia especial, como no fuera su siempre inalterable saludo cariñoso, y su manifestado deseo de que volviéramos a “parlar”, como solía decirme. Y me halagaba expresándome que leía mis columnas periodísticas con mucho interés – era un gran “piropeador” de amigos y amigas-. El último piropo a mi esposa: “estai fresquita”.
Desde las primeras auroras de su existencia luchada, comenzó a subir la cuesta de las vicisitudes de la vida, logrando hitos importantes –consabidos- hasta alcanzar la empinada cima de un liderazgo bien logrado en la que finalmente señoreó, dueño de sí, equilibrado y sereno, hasta su último respiro vital.
Debido al corto espacio periodístico con que cuento, no obstante quiero destacar de él, entre los varios legados intelectuales que nos dejara, dos. Primero: El ejemplarizante elevado valor moral –espiritual– religioso que tenía de la institución familiar, sobre el que evidentemente afianzó su sólida vida privada y comunitaria.
Tenía la convicción, que compartíamos, que unos líderes sociales, una sociedad, separados, alejados, de los principios y valores con los cuales Dios pone en justicia y paz a los hombres, éstos desventuran su vida zarandeados por conductas erráticas. ¡Qué es en mucho, lo que está ocurriendo dondequiera! Sus ideas eran muy claras al respecto, propio de una persona formada en la cultura humanista – cristiana.
Segundo: Su concepto de “País Vallenato”, como una porción geográfica – étnica, que se mira a sí mismo en el espejo del territorio formado por las antiguas provincias de Valledupar y Padilla, que se ensamblan como piezas esenciales fundantes, dentro de la mayor extensión que finalmente integran los departamentos del Cesar y La Guajira, los que en la actualidad desbordan su genuina tipología, debido a las inmigraciones humanas que llegan, desde variadas comarcas del País.
La duración de la vida de todo hombre es un suspiro. Y Aníbal terminó la suya como la acaban los humildes, aceptando que el tiempo es el límite del hombre.