Hoy es el séptimo domingo del tiempo pascual. La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. El Evangelio de Marcos (Mc 16, 15 – 20) resume este importante acontecimiento con las palabras “después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios”.
La escena debió ser muy emotiva, una mezcla de alegría y de tristeza debió embargar el corazón de los apóstoles: el Maestro, el amigo, el Señor, aquél cuyo rostro vieron transfigurado un día en el monte Tabor y desfigurado luego en el Gólgota, aquél que resucitó triunfante de entre los muertos y se les apareció durante cuarenta días llenándolos de gran gozo, el carpintero de Nazaret, que es también el Mesías prometido por Dios, subía ahora al cielo y los dejaba solos… “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” les había dicho, pero ahora una nube lo ocultaba de su vista; “Les enviaré el Espíritu Santo” prometió al partir y luego se fue.
También como los Apóstoles, nosotros permanecemos entre admirados y tristes al ver que Jesús nos deja. No es fácil acostumbrarse a la ausencia física del Señor. Sin embargo, en una manifestación sublime de su amor, Cristo se ha ido pero al mismo tiempo se ha quedado; ascendió al Cielo y está con nosotros en la Eucaristía en la cual se nos entrega como alimento. No obstante, apunta san José María Escrivá de Balaguer, echamos de menos su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora largamente, cuando se compadece de la muchedumbre.
Pero esta Solemnidad no puede ser simplemente la triste evocación de que un día el Señor subió al cielo, la Ascensión debe fortalecer y alentar nuestra esperanza de alcanzar la patria definitiva, debe impulsarnos constantemente a levantar el corazón, como nos invita a hacer el prefacio de la Misa, con el fin de buscar las cosas de arriba. Nuestra esperanza es muy grande, pues el mismo Cristo ha ido a prepararnos una morada, estar un día con él es nuestro más grande deseo, aunque muchas veces no seamos conscientes de ello; ver a Dios, ser para siempre semejantes a él y fundirnos en un amoroso y eterno abrazo con quien es el Amor en persona, ¡Oh feliz dicha! ¡Oh día bienaventurado en que también nosotros iremos a donde nos precedió el Señor!
Es necesario apuntar que muchos, valiéndose de nuestra esperanza en la vida futura, nos acusan de descuidar la vida presente, afirman que en aras de la consecución del cielo nos olvidamos de la tierra. ¡Nada más lejos de la realidad! El cristiano es ciertamente alguien que tiene los ojos fijos en el cielo, pero los pies firmes en la tierra, alguien comprometido en construir un mundo mejor, más justo, más humano, un mundo en el que no predomine el interés egoísta sobre los intereses de la comunidad, un mundo en el que se pueda vivir en paz.
Si nos llamamos cristianos, si creemos de verdad en que Jesús es el Hijo de Dios que ha venido para darnos vida, y la religión no es para nosotros simplemente un compromiso social o una especie de alienación, esperamos ansiosos la Vida Eterna pero contribuimos al tiempo para que la vida temporal sea cada día más Vida. El Señor subió a los cielos, pero se quedó también con nosotros; subamos con él por el deseo y permanezcamos también junto a quienes más nos necesitan.
Post scriptum: ¡Tristeza es lo que siento al ver a quienes aspiran a liderar nuestra nación peleando como niños malcriados por un juguete que parece llamarse presidencia!