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Se dieron cuenta

Por Luis Augusto González Pimienta

Se veía desencajado. Parecía como si hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que nos citamos para conversar del diario acontecer. No hacía falta hacerlo, me dijo, porque no hay nada nuevo, todo se repite, con diferentes intérpretes.

Acepté sin chistar para no cortar su intervención. Su figura atlética se había desvanecido dramáticamente. Hombros encorvados, prominente papada, caminar inseguro,señales inequívocas del desgaste natural que ocasionan los años. Todo lo anterior era nada ante su expresión entristecida y sus palabras recortadas. Un año atrás su semblante era alegre, juguetón, chisposo. Ahora, me traía el recuerdo del caballero de la triste figura.

Me impactó cuando dijo que añoraba los tiempos en los que la conversación era fluida, de corrido, sin esas pausas obligadas por el olvido de nombres, lugares y situaciones que otrora recitaba sin respiro.

Logró inquietarme cuando se detuvo y me miró como escrutando mis pensamientos. Imagino que quería establecer si lo seguía en su relato. Hizo una pausa para tomar aire y ordenar ideas y luego me explicó que hacía poco se había percatado de la disminución de sus facultades físicas y mentales, pero que lo había disimulado desarrollando actividades en las que el intelecto se imponía.

Añadió que no obstante su comprobada eficiencia profesional su clientela se había esfumado. Cada vez eran menos las consultas callejeras que antaño le hacían. A duras penas le devolvían el saludo pero no se tomaban un instante para conversar con él.

Refirió que su abatimiento había llegado a muy alto grado cuando empezó a darse cuenta de que su respetable edad no era sino eso, respetable, porque en adelante nadie lo buscaría. El consejo de los ancianos, musitó, es propio de otras culturas. La nuestra privilegia el presente, lo actual, lo vigente.

Decidió ajustar su proceder a esta nueva etapa de la vida. Lo importante para él no había sido, y no lo sería ahora, el qué dirán. Sí, estaba viejo, pero secretamente aspiraba a que nadie se lo recordara.

Un día resolvió hacer un viaje a la capital acompañado de su esposa, veterana como él, y advirtió que en todos los cruces de calles y avenidas los conductores frenaban cortésmente y les franqueaban el paso. Se mostró agradecido con las gentilezas y conmovido por esa muestra de buenas maneras. A poco andar lo comprendió. Fue cuando le dijo a su cónyuge que ahora sí estaba fregado: el gesto de educación de los choferes se debía a que se habían dado cuenta de que estaba viejo.¡Qué vaina!

 

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