“Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”. Romanos 10,10.
La Escritura sostiene que el ser humano es tridimensional: Espíritu, alma y cuerpo. Cada una de ellas está compuesta por tres funciones: Intuición, conciencia y comunión del espíritu. Intelecto, emociones y voluntad, del alma. Y anatomía, morfología y funcionalidad del cuerpo. Todo esto, se controla desde un cuarto de mando llamado corazón.
El objetivo de la triadicidad es lograr un buen nivel de desarrollo en cada una de las áreas de la vida. Pero, la gran tragedia consiste en que, en estos tiempos, las personas viven una vida cada vez más fragmentada, mostrando estados de disparidad que conducen a la frustración y desarmonía de la vida interior.
Claro que, al considerar a las personas modernas, sin duda, poseen un alto nivel de desarrollo intelectual. La época en que vivimos impulsa además a una búsqueda constante de información acerca de todos los temas. Sumado al proceso educativo formal que ocupa por lo menos un tercio del tiempo de las personas.
Esa disparidad entre las diferentes facetas de nuestra humanidad ha llegado a niveles alarmantes;
nuestra sociedad ha creado a los más grandes intelectuales, cabezones, llenos de información y conocimiento, pero enanos y raquíticos en sus niveles emocionales y espirituales. Desarrollados intelectualmente, pero bonsáis emocionales.
Así, pues, cuando se desea entrar en un compromiso más profundo con la vida espiritual, encontramos un obstáculo, porque el lenguaje principal del reino de Dios es espiritual. Dios es espíritu y lo conocemos espiritualmente.
El pensamiento Paulino afirma que, la acción de creer ocurre primordialmente en el corazón. Es una convicción espiritual que desafía las estructuras intelectuales que se usan para discernir y analizar todos los demás aspectos de la vida.
Amados amigos, en lo intelectual, la mente se mueve confiada de cara a los desafíos de la aplicación del conocimiento y la búsqueda de respuestas y métodos; pero, en lo espiritual, tiene que aprender a confiar en la ayuda de Dios, creyendo que el socorro viene del Señor. No estoy diciendo que, las propuestas de Dios sean fáciles de seguir y entender, sino que tienen un poder de seducción que nos anima a creer y confiar producto de la relación íntima y personal con el Señor.
Todo este entramado para decir que, las nuevas de gran gozo, fuente del verdadero gozo navideño, son producidas por el regalo supremo del nacimiento del Salvador. Ese mensaje nos llega, no porque estemos intelectualmente preparados para recibirlo, sino porque le ha placido a Dios dárnoslo. Con ese mensaje navideño, Dios inunda nuestros caminos con el gozo de su revelación, cambiando el tedio en alegría.
Y esa es precisamente, la Navidad; ¡un gozo que todo lo cambia! Un gozo que diluye las tristezas. Un gozo que promueve nuevos caminos. Un gozo que nos hace portadores de una inolvidable historia de amor entre Dios y nosotros. Un gozo que nos da la opción de comenzar siempre de nuevo.
El mensaje de Navidad no puede ser comprendido a plenitud con la mente, en menester poner el corazón. Así que, si nunca has respondido al llamado de Dios, en esta Navidad permite que el Señor Jesús nazca en tu corazón y llene tu vida y tu casa del gozo inefable que solo el mensaje de la Navidad puede traer.
¡Jo, jo, jooo! ¡Feliz Navidad! ¡Gózate en el Señor!