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Saque de banda

MISCELÁNEA

Por Luis Augusto González Pimienta

Un universo de sensaciones nuevas le comprimía el corazón. Haber recalado en una universidad grande en todo sentido, era un triunfo que no por esperado dejaba de sorprender. A sus dieciséis años cumplidos acaba de definir su timbre de voz, tras superar la detestable etapa de los gallos destemplados.

Llegaba precedido de una bien ganada fama de bachiller sobresaliente, tanto en lo académico como en lo deportivo, pero jamás había compartido aula con mujeres. Hubo de pasar un largo período para adaptarse a ello, y en el entretanto tuvo dos amoríos: el primero, absolutamente real, con una santandereana que por estar en esas andanzas perdió el año; y el otro, una fantasía, con una adolescente a la que tuvo que soportar durante mucho tiempo sin atreverse a declararle su amor. Dicen que habiendo transcurrido cincuenta años desde entonces nunca quiso saber nada de ella, pues la supone arrugada y gorda, y desea preservar su imagen lozana.

Comprender a cada uno de los catedráticos con sus diferentes métodos de enseñanza y sus manías fue un primer paso que dio con presteza. En su corta vida había rebasado pruebas mayores. Lo que realmente lo inquietaba era la posibilidad de quedar por fuera del equipo de fútbol de la universidad. De manera que debía idearse una estrategia para obtener su cupo.

Como mandado del cielo apareció un vecino de barrio que cursaba tercer año de Economía y era ficha clave del seleccionado universitario por su extraordinaria calidad futbolística. El amigo conocía sus dotes de goleador nato, mil veces demostradas en el colegio y en el parque del vecindario común.

Sin preámbulos le contó que una de sus más grandes aspiraciones era llegar a ser titular de la selección universitaria. Su amigo se quedó pensativo pues no sabía cómo decirle que la posición de centro delantero la ocupaba un barranquillero más alto y más pesado que él, y de contera goleador. Además, gozaba de la confianza del entrenador Zapiraín, aquel uruguayo que integró el equipo del “maracanazo”, el que en 1950 derrotó en la final del mundial de fútbol a Brasil en su propio patio, contrariando todos los pronósticos.

El economista le insinuó, sin convencimiento, que optara por otra posición en el campo que no fuera la de ariete, mientras se daba a conocer. Al novel delantero no le pareció descabellada la propuesta y de inmediato se puso a hacerle seguimiento al equipo para determinar en qué puesto tendría alguna oportunidad. A poco andar estableció que el marcador de punta derecho, a más de dejar un boquete por su banda tenía un genio de los mil demonios que lo hacía merecedor de constantes expulsiones.

Cuando se convocó a los primíparos de todas las facultades para entresacar a los mejores con rumbo al seleccionado de fútbol, no dudó en afirmar que jugaba de marcador de punta derecho. Advirtió el brillo en los ojos del entrenador que, fastidiado con el titular de la zona, buscaba afanosamente un reemplazo. De inmediato fue probado y dada su técnica se apropió del puesto ante la rencorosa mirada de su antecesor.

Y ahí estaba, practicando durante horas el saque de banda que es una de las funciones de todo marcador, ante la sonrisa cómplice de su amigo el economista, que no se reponía de la sorpresa de ver a un eximio goleador jugando a impedir goles, con tal de actuar. Menos mal, pensaba, que no se le ocurrió comentarle que pronto habría una vacante en la portería de la escuadra.

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