Llamó poderosamente la atención que el Presidente de la República, faltando varios meses para terminar su período, haya decidido escribirle una carta a su sucesor.
No cayó en cuenta de que, hoy, gracias a la velocidad de las comunicaciones, el impacto de los acontecimientos se produce a una velocidad nunca antes imaginada. Nadie puede atreverse a pronosticar qué va a suceder entre este día y el 7 de agosto del presente año.
Tampoco es posible prever la incidencia que hechos, ahora desconocidos, puedan llegar a tener sobre la vida colombiana.
Lo anterior significa que hacer pública esa misiva es, por lo menos, prematuro. ¿O es que el jefe del Estado supone que todo lo que pueda ocurrir durante su administración ya ocurrió? Desde luego que no.
El tiempo que resta es breve, no obstante lo cual falta mucha agua por correr bajo el puente. Parece una contradicción, pero no lo es, por cuanto los hechos futuros, que influyan sobre la patria, pueden tener origen nacional o internacional.
Además de inoportuno, el paso que dio Santos hace caso omiso de una de las características fundamentales de la vida contemporánea, que es la globalización.
La vieja concepción del estado-nación, aquella que reclamaba el derecho a actuar sin interferencias, gracias a la vigencia de la sacrosanta soberanía, que hacía suponer que las herramientas nacionales eran suficientes para hacerle frente a todo tipo de dolencias, quedó sepultada por las nuevas realidades.
Ahora los mecanismos domésticos son insuficientes, porque el mundo se metió en la realidad interna de los países, quieran estos o no aceptarlo y reconocerlo.
En el caso colombiano, por ejemplo, los problemas más acuciantes que tenemos son, a la vez, grandes temas internacionales.
La lucha contra el problema mundial de la droga es interna, claro está, pero se trata de un asunto de envergadura global. Lo relacionado con el medio ambiente afecta todos los sectores de la sociedad. Sin embargo, es un tema que tiene que ver con la humanidad entera.
Defender los derechos humanos es una necesidad nuestra, al mismo tiempo que existe como preocupación y objetivo del conjunto de naciones democráticas, sin excepción.
Hay muchas otras áreas a las que puede hacerse referencia.
Se acude a esta mención solamente con el propósito de señalar que pretender clausurar ya un periodo de gobierno, sin que haya concluido, para dejar el legado conceptual con anticipación, es una equivocación. Ni hablar, por lo demás, del contenido.
Aquello de desearle al sucesor que tenga éxito en la superación de la polarización debe ir acompañado de un mea culpa. Ese estado de ánimo nacional nació en el curso de la campaña a la reelección del hoy mandatario.
Recordemos que sus estrategas dejaron testimonio escrito de la razón electoral que los llevó a dividir artificialmente a los colombianos entre amigos y enemigos de la paz. Lo hicieron a fin de movilizar más votantes contra quienes ellos bautizaron como amigos de la guerra.
Así fue, y con semejante decisión confundieron a la gente, además de que regaron semillas de división indebida. Ni hablar de aquello que le aconseja a su sucesor acerca de no poner en riesgo lo avanzado en materia de acuerdos con las Farc. En este punto le hace falta otro mea culpa. Ya está en peligro. Pero, no por la oposición sino debido la actitud que asumió después del plebiscito.
El afán de volver a firmar le negó a sus compatriotas la posibilidad de tener un gran acuerdo nacional para la paz. Si se hubiera logrado, no estaríamos en las que estamos.
En virtud de todo lo anterior, y a juzgar por las reacciones de los aspirantes presidenciales, Santos no tiene quien lo lea.