Era el año 1960. Alguna angustia oprimía a los feligreses de escapulario, misa y hostia, cuando tomó vuelo el comentario que había llegado el tiempo del “acabose del mundo” porque ese era el tercer misterio de los pastorcitos de Fátima, y que Juan XXIII, el papa, lo divulgaría a los cuatro vientos en abril, en la Plaza de San Pedro, el Domingo de Pascua, en su bendición et urbi et orbi.
Un radio RCA de enchufe (aunque ya se vendían los transistores japoneses) nos descubría lo que acaecía en el planeta más allá de nuestros patios. Supimos entonces que los de USA habían elegido a Kennedy como su primer presidente católico, y que existía la duda maliciosa de sus contrarios en estimar que él iba a ser un monigote de titiritero con la voz prestada detrás de un telón, del papa de Roma.
También supimos ese año, a través de las ondas hertzianas, que el Mossad, la policía secreta de los judíos, había atrapado a Adolf Eichmann, un alto militar nazi y criminal de guerra que vivía disimulado en Argentina con el nombre fingido de Ricardo Klement.
Aquí en el Valle, en casa de los Vega Borrego, escuché para esas calendas de 1960, las voces endurecidas de emoción, pero limpias de agravios, de dos abogados. Eran ellos Manuel Moscote, nativo de La Paz, para la ocasión burgomaestre de Valledupar, y Óscar Henríquez, de Riohacha, que ejercitaba su vocación de jurista en la provincia vallenata. Libaban, esa tarde, copas de Oporto que Servían de una vinajera grande de vidrio con tapón de cruz.
Era un debate de altos vuelos con malabares de gramática en el uso de las frases. Con datos que ya olvidé, el doctor Moscote argüía que José Prudencio Padilla López (el General, porque nunca fue Almirante) había nacido en San Antonio de Badillo, cantón para ese antes de San Juan del Cesar. El jurista Henríquez también amparaba su verdad con fechas y citas, aduciendo que el héroe había nacido entre pescadores de falúas que lanzaban sus redes al voleo en un villorrio cercano de Riohacha llamado Camarones. Los dos coincidían en que ambos lugares eran magdalenenses para la ocasión en que al mundo vino ese crío mulato y estrábico, con el destino de ser uno de los libertadores de la Nueva Granada.
Años después tuve el logro de habitar en Badillo con ocasión de unas cosechas de arroz de mi papá. Tomamos una casa rentada en la amplia plaza del lugar, lo que decía que uno de sus linajes era hispano, al igual que el corpachón de un templo colonial derrengado por su propio peso. Me di al afán, entonces, de hacerme información con quienes tuvieren calendarios más vividos, entre ellos don Pedro Añez, sobre lo que había escuchado aquella remota tarde de 1960.
Así supe que ambos apellidos, Padilla y López existían en el poblado, al igual que otros de estirpe ibérica como Zabaleta, Argote, Mendoza y Manjarrez. Además, que Liberato Padilla, tío de José Prudencio, estuvo a cargo de su crianza por el estado de orfandad del sobrino. Era el tal Liberato (según las voces repetidas de los lugareños de cuatro generaciones seguidas) de piel ennegrecida, pelo africano y pintas de carate en los nudillos de las manos, que se ocupaba en llevar bocoyes de manteca de tocino y del arreo de vacas de matanza por las abras y trochas que conducían a Riohacha, donde la grasa porcina, la carne de reses en salmuera, más la corambre sin curtiembre las vendía a los veleros surtos en el puerto.
En una de tales travesías se llevó al sobrino, quien ya mozuelo y deslumbrado por el mar, se fugó en un buque ocupándose como sirviente en la limpieza de sentinas y camarotes. Después vendrían sus hechos de grumete en Trafalgar en la escuadra franco-española contra la armada inglesa del almirante Nelson, su reclusión en Londres, su presencia en el Caribe después con el curazaleño almirante Brión, y los corsarios Beluche, Laffitte, Chity que en sus bajeles de asalto hacían desbarates al tráfico mercante de España, bajo la bandera de la naciente Nueva Granada. Después llegaron sus hazañas en Maracaibo y de otros sitios, hasta su vil fusilamiento en Santafé de Bogotá, intrigado por el general Montilla, la condena “judicial” del general Urdaneta y el consentimiento en ello del general Bolívar, todos venezolanos y blancos mantuanos, con prevenciones de casta, según acusan algunos historiadores.
Pero volvamos a Badillo. Los lugareños de allí me dijeron que aún estaba en pie la casa de Liberato Padilla, frentera a la puerta del templo colonial, plaza en medio, con paredes de adobón castellano. Me añadieron que Liberato ya vetarro, cuando impedido por sus coyunturas entumidas de herrumbre, deseó ver y escuchar de lejos, sobre una mecedora con sus pies cubiertos de arropijo, el tintineo de la campanita de la elevación y el desabrido canto gregoriano de un cura doctrinero.
Quise buscar indicios o pruebas en los libros parroquiales de Atánquez porque de ese curato dependió después la parroquia de Badillo y las de otros pueblos del contorno. Allá, Olga Montero Fuentes, mi tía, los tenía en custodia por ser copista y secretaria ad honorem de la curia, pero no estaban los volúmenes de fechas viejas, según me explicaron, porque en las revueltas armadas del siglo XIX, los bandos en contienda, al pasar por los caminos reales, en cuyas rutas estaba Badillo, rapaban los folios para retacos de pólvora con baquetas de chopos, trabucos y carabinas de fisto.
No hago afirmaciones en estas líneas sobre el lugar del natalicio de Padilla. Me reduzco a la anotación de lo que he visto y oído. De lo que sí puedo dar fe es que en 1998, cuando cumplía un horario con disciplina de cadete en la Academia Colombiana de Historia, en Bogotá, el doctor Roberto Velandia, secretario de la misma, puso a mi disposición archivos y textos incunables para que nutriera mi libro La Lírica Política en la Historia de Colombia, apenas en armazón, lo que fue ocasión para encontrar un documento donde constaba que monseñor Rafael Celedón Ariza, obispo de Santa Marta, epónimo de un notable colegio que lleva su nombre como Liceo Celedón, había nacido en San Antonio de Badillo, cantón también para entonces de San Juan del Cesar .
Este prelado de nuestra provincia con silla episcopal, fue poeta, filólogo y prosista pulcro. Entre sus obras exponemos: Gramática Castellana, Catecismo y Vocabulario, Pío XI y el Concilio Vaticano y Vocabulario de la lengua Kágaba (ahora Kogui, antes Tairona).
Don Enrique Maya Brugés quiso en Bogotá mostrarme un manuscrito de un anónimo escribano de cuatro siglos atrás, donde narraba las andanzas de Juan de Villafuerte en 1526, por el Valle de Euparí, refugiado en sus montañas espesas después de acometer a puñal a Rodrigo de Bastidas, el fundador de Santa Marta, quien falleciera en una carabela rumbo a Cuba buscando remedio para la sanación de sus heridas. Villafuerte en la aldea aborigen de Socuiga (vocablo chimila que traduce “abundancia de peces”, y que es hoy Badillo), en su condición de fugitivo, sin bestias de carga, sepultó parte de su latrocinio consistente en collarines, idolillos, múcuras y chagualas de oro en el Cerro de la Campana, otero que se yergue con alguna distancia del poblado indígena. Bosquejó un plano del sitio con tinción de dividivi en la piel disecada de una ardilla, “por no haber pliego de escritura a mano”
Villafuerte volvió a Santa Marta con la súplica del perdón de su delito, a cambio de dar una parte del botín saqueado en el Valle de Euparí, pero los oidores de la Real Audiencia de Santo Domingo le había sentenciado la muerte del garrote vil, pena que fue cumplida.
Un año después, en 1527, Pedro Badillo, conquistador de la Provincia de Santa Marta, nombrado Gobernador de ella, sabido de los haberes de oro sepultado en el Valle de Euparí por Villafuerte, en tierras de Socuiga, la aldea chimila desde La Ramada (Dibulla), incursiona por los mismos parajes, apresando indígenas a su paso para su venta como esclavos en los plantíos de caña y cacao de Las Antillas. Se cree que a la aldea y al río le dio su apellido para tal ocasión. La historia cuenta que hizo ahorcar a Fernán Bermejo, su capitán en tierras de Euparí, por creer que había conspirado a favor de Rodrigo Álvarez Palomino, su rival y también conquistador, pese a que ya éste se había ahogado en un torrente nevadino por los rumbos de La Ramada, que después bautizaron como río Palomino.
Tres años después, la pesadilla volvió a estas tierras. Desde Coro, tramontando la sierra de Perijá, llegó Ambrosio Alfinger, el alemán de satánicas maldades que colgó al cacique Upar, violando, rapiñando, asesinando, esclavizando e incendiando aldeas.
No se ha encontrado acta de fundación de San Antonio de Badillo, pese a que el rey Felipe II, por cédula real aprobó un globo de tierra como ejido de esta población (cuya copia poseo) para dar solares a quienes allí se avecindaren o que no teniendo hatos pudieren apacentar vacas y cabras en tales extensiones del común. Los hacendados de ahora han ocupado esas tierras sin importarles que los ejidos son imprescriptibles y de uso público, según la Ley 41 de 1948 y por tanto jurídicamente recuperables. Pero ese es un tema que rasquiña la piel de algunos, del cual he de ocuparme en otra ocasión.
Ayer regresé a Badillo con Alfonso Maestre, médico de allí cuarenta años atrás. Llegué al hogar de Luis Mendoza y Blanca Argote, mi casa de confianza de antes. Me devolví a los paliques de otros tiempos que debajo del mango de la plaza hacíamos con Pedro mi hermano, José Alberto Lacouture, Ricardo y Hernán Ariza, Guille Castro Mejía, entre otros cultivadores de la época, ya algunos de espalda a la vida. Contemplé de nuevo la mole del templo ahumado de intemperie con su bastón de vejez centenaria. Vi su espadaña de épocas virreinales agobiada por la carga de sus campanas devotas, y se me antojó pensar que estaba allí como una atalaya avizora de un alcázar moro, dando fe sin palabras, de un mundo de historias y de mitos que ya son borrones en un olvido sin regreso de aquel matusaleno San Antonio de Badillo.
Por: Rodolfo Ortega Montero.