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Sabiduría

Desde el momento mismo en el que el salto evolutivo nos hizo conscientes – aquél sublime momento en que Dios hizo conspirar el universo para que pasáramos de ser primates a ser humanos -, hemos buscado ansiosamente la sabiduría. Inicialmente se trató del simple deseo de acumular conocimientos, pero luego nuestra misma reflexión con condujo a concluir que poseer conocimientos no es lo mismo que ser sabios. Es preciso recordar que uno de los sabios más venerados de la antigüedad solía confesar su propia ignorancia con la sentencia “Solo sé que nada sé”.

Así, pues, la sabiduría verdadera no consiste en la mera adquisición de saberes, por muy variados e importantes que sean, sino en la aplicación de la inteligencia a la experiencia propia, para obtener conclusiones que nos den un mayor entendimiento de la realidad y que, a su vez, nos capaciten para reflexionar y discernir lo justo, lo verdadero, lo bueno y lo malo.

Los griegos son tal vez el ejemplo más invocado para hablar del deseo y la búsqueda de la sabiduría; no es que ellos hayan sido más sabios que el resto de los pueblos antiguos, sino que lograron descubrir en la sabiduría al mayor de los bienes, el más preciado tesoro, el más alto de los dones, el más perfecto de los conocimientos. Ellos comprendieron que la sabiduría no está referida a una ciencia específica como la estética, la política, las matemáticas o la astronomía, sino al arte mismo de vivir.

Ser sabio es saber vivir. Y para saber vivir es preciso dar a cada cosa su justo valor y lugar. El sabio necesita ser pragmático, sin ser simplista ni dejarse dominar por la inmediatez, sin instrumentalizar lo que sólo puede tener categoría de sujeto, sin perder de vista que cada acción tiene por qué y un para qué y que, sin ese sentido, aún lo más noble se convierte en fofo y carente de valor. El sabio es consciente de que es un ser por, para y con los demás, pero también de que su vida no es responsabilidad más que de sí mismo.

Se sabe político, pero entiende que la política consiste en buscar mejores condiciones de vida para todos, no exclusivamente para sí mismo. Es religioso, pero no concibe la religión como la búsqueda de un ser supremo al que hay que temer, sino como el encuentro con un Padre que le busca; puede ser también ateo o agnóstico, pero está siempre abierto a la posibilidad de que su verdad sea relativa.

El sabio está en búsqueda constante, movido por una creciente inquietud, deseando alcanzar algo que le supera, buscando la felicidad, intentando desentrañar los secretos del universo, promoviendo la libertad responsable, impulsando a los demás a salir de su letargo y a lanzarse en la búsqueda de la sabiduría y del éxito personal y profesional.

El sabio es altruista, amante de la justicia, responsable, sincero. Pero, ante todo, el sabio es humilde: no va por ahí jactándose de sus méritos ni creyéndose mejor por tener un alto status o un nivel superior de conocimientos, el sabio admite que son muchas más las cosas que ignora que las que conoce y que, tal vez, con dedicación y esfuerzo, algún día podrá llegar a ser menos tonto, lo cual es distinto de ser menos ignorante.

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