Por: Valerio Mejía
“Bienaventurado el que espere… ”. Daniel 12:12
Aunque esperar pueda parecer una actitud pasiva y fácil, la verdad es que es una de las posturas más difíciles de lograr. Esperar se aprende con esfuerzo y disciplina y después de muchos años de instrucción y sobre todo después de muchos tropezones por causa del apresuramiento y la rapidez.
Para todos aquellos que transitamos por la vida, el caminar y las marchas ligeras son más fáciles que el permanecer parados.
Durante su larga travesía por el desierto, el pueblo de Israel tuvo que aprender a caminar, pero sobre todo a descansar. A través de la nube, Dios los guiaba a avanzar o detenerse. Cuando la nube se alzaba del Tabernáculo, los hijos de Israel partían; y en el lugar donde la nube paraba, allí acampaban. Siempre era más fácil partir con la ilusión de avanzar en pos de la meta y de mejores condiciones de habitación que permanecer estacionado en el mismo sitio, mucho más cuando éste les era adverso y desfavorable.
Queridos amigos lectores, existen ciertas horas de perplejidad y ciertos momentos de dudas e incertidumbres en los que aun el espíritu más apacible no sabe qué camino tomar. En ocasiones tenemos situaciones, problemas o decisiones en las cuales no sabemos qué hacer. De cara a las realidades, nos preguntamos: ¿Qué hacer en este caso? ¿Dejarse llevar por la desesperación y la duda? ¿Retroceder acobardado? ¿Volver temeroso hacia la derecha o abalanzarse con presunción hacia adelante?
La promesa de Dios es que quien espera confiado, alcanza: “Pacientemente esperé al Señor, y se inclinó hacia mí y oyó mi clamor, y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios”.
Por supuesto que nuestra espera no debe ser pasiva y contemplativa, sino confiada y tranquila; lo cual, incluye varios ingredientes:
El primero, es saber esperar en oración. Tener la confianza suficiente para acudir a él y poner en sus manos nuestros asuntos por difíciles que parezcan. Atrevernos a contarle a Dios nuestras dificultades, implorar sus promesas de ayuda y creer que él como especialista en imposibles, es suficiente para suplir toda necesidad.
Segundo, esperar con fe. La fe expresa una confianza firme en él. La fe cree que aunque las respuestas se demoren, vendrán en el tiempo oportuno. La experiencia nos enseña que a pesar de nuestro desespero, Dios no llega tarde. A través del profeta Habacuc, Dios prometió: “Aunque las visión tarda en cumplirse, se cumplirá a su tiempo, no fallará. Aunque tarde, espérala, porque sin duda vendrá, no tardará”.
Tercero, esperar calladamente, con paciencia. Esto implica no criticar o murmurar en contra de las causas secundarias, de las personas o circunstancias que provocan u ordenan la detención o la marcha. En las estaciones del Mar Rojo, Mara y Refidim, los israelitas murmuraron contra Moisés, lo cual les trajo desánimo y amargura a sus vidas. Debemos aceptar la realidad tal como se presenta; y para cambiarla o transformarla, debemos colocarla con sinceridad de corazón y sin obstinación, en las manos de Dios. Entonces veremos cómo Dios divide el mar de las dificultades y nos hace pasar por lo seco, endulza las aguas de la amargura y hace brotar agua de la peña para calmar nuestra sed.
Oremos juntos: “Querido Dios, ayúdame a esperar en ti, hasta que dividas las aguas y hagas retroceder mis adversarios. Espero confiado en tu amor y misericordia. Amén”.
Recuerda: Si nos refugiamos en Dios, jamás seremos avergonzados. Él es una roca de refugio, adonde podemos acudir confiadamente.
Te mando un abrazo y muchas bendiciones…
valeriomejia@etb.net.co