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Rousseau, una biografía

La biografía que procuro reseñar fue escrita por Sir Gavin de Beer (Inglaterra, 1899-1971), volumen 39 de la colección Biblioteca Salvat de Grandes Biografías, 1985.

Son 189 páginas, entre texto e ilustraciones que soportan el contexto con personajes y lugares. Jean Jacques Rousseau nació en Ginebra (Suiza) el 28 de junio de 1712. Un hecho que hoy es irrelevante, en aquel tiempo era determinante en la vida de un ciudadano: Jean Jacques es hijo de familia plebeya, lo que le llevará a nadar contra la corriente en un mundo burgués y una nobleza aún con presencia social.

La vida de Rousseau está marcada por el azar desde el nacimiento, dado que a pocos días de ver la luz muere su madre de fiebre puerperal. Logra sobrevivir quince años al lado de su hermano mayor y un padre maltratador. A esa edad se fue de la casa y, como en la narrativa picaresca, pasa por las manos de amos y amas, alternando fortuna con infortunios.

De buena memoria y despierta imaginación, hace de la experiencia su libro natural: “Nunca había ido al colegio y su educación era muy superficial. Después se interesó por los clásicos, incluido Plutarco, y, por supuesto, la Biblia. Hasta convertirse en un lector incansable que devoraba cuantos libros podía sacar de la biblioteca. Y así fue como empezó a prepararse para hacer su guerra por la libertad”.

Rousseau se destacó, entre otras cosas, por dar a luz frases lapidarias, unas que el tiempo tornó falsas y otras proféticas. La más trillada y hoy en total descrédito es: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”.

En efecto, la sociología y la antropología, la psicología y el psicoanálisis, y últimamente la genética, llegaron para desmentirlo. También lo desmintió André Gide: “No creo que el hombre sea, como augura Rousseau, «bueno por naturaleza». El hombre primero es y luego se hace”. En cambio, sí podríamos incluir a Rousseau en la restringida lista de profetas.

Cuando en Europa se maravillaban con los avances de la ciencia y la industria, Rousseau dio en solitario una voz de alarma: «En todo lo relacionado con la industria humana, es fundamental prohibir el uso de cualquier máquina o invento encaminado a acortar el tiempo que se emplea en realizar un trabajo, disminuir el número de trabajadores o producir el mismo resultado con menos esfuerzo».

“La conservación de la naturaleza, la reacción en contra de la contaminación y el abandono de la vida de la ciudad por la vida del campo son herencia legítima de sus ideas”.

Sobre este punto, recordemos la diáspora que se dio, de la ciudad al campo, en respuesta a la peste del covid-19.
Y pocos documentos en la historia han tenido el impacto del siguiente segmento, espléndida síntesis de civilización y capitalismo voraz: «El primer individuo al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío” y encontró a gentes lo bastante simples como para hacerle caso, fue el verdadero fundador de la sociedad civilizada».

Y en histórico salto temporal, aporta la fórmula para un gobernante visionario, capaz de hallar el camino a fin de resolver nuestra larga pandemia de violencia: «…Una sociedad de pequeños productores independientes, cada uno de los cuales fuera dueño de su campo, su tienda o sus herramientas, y capaz de mantener a su familia sin recurrir al trabajo asalariado», en oposición a la tendencia de concentración de la propiedad de la tierra.

Y un dato último, que la biografía obliga: “El 2 de julio de 1778, cuatro días después de cumplir los setenta años, se quejó de que sentía un hormigueo de los pies, escalofríos por la espalda, malestar en el pecho y un terrible dolor de cabeza. A las once moría de apoplejía”, en la pequeña villa de Neuchâtel (Suiza).

Por Donaldo Mendoza

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