Transcribo parte de una columna publicada en El Diario Vallenato el miércoles 15 de Julio de 1987: “La fecha del 25 de mayo de 1987 no se borrará jamás de la memoria de un puñado de colombianos que habitan en la región de Chemesquemena, Guatapurí, Dungakaare, y en general todos los alrededores del cerro de Donarua, ya que después de un torrencial aguacero, que por fortuna se produjo durante las horas del día, el mencionado cerro comenzó a agrietarse y a deslizar toneladas de tierra, lodo y rocas por todos sus flancos, sembrando la destrucción y el pánico entre los moradores de la región. Parte de ese material deslizado fue a parar al lecho del río Guatapurí, que debido al volumen del deslizamiento hace suponer que dicho río llegó a bloquearse”.
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El resultado de esta furia de la naturaleza fue una adulta ahogada en el río Pontón y más de una docena de damnificados perdieron sus humildes viviendas, cultivos, y aún las mismas parcelas que les permitían sobrevivir.
El hecho pasó sin hacer eco dentro de la ciudadanía, pero ¿qué pasaría con los asentamientos a orillas del río, como los barrios Pescaito y Zapato en Mano, si se repite un fenómeno de esta naturaleza de mayores proporciones? ¿Cuál sería la magnitud de la catástrofe? ¿Disponemos de algún sistema de alarma que nos permita prevenir el sacrificio de vidas humanas?
Para la fecha, gracias a la gestión de la entonces gobernadora del departamento del Cesar, María Inés Castro, nos visitó un geólogo, quien encabezó una comisión que inspeccionó la zona afectada y dentro de las recomendaciones se construyeron unas obras civiles (gaviones) que todavía algunas se mantienen en buen estado.
33 años después, el 30 de octubre del 2020, se repite el fenómeno natural: cayeron fuertes lluvias que produjeron grandes deslizamientos con movilización de rocas, desprendimiento de frondosos árboles y arrastre de cultivos de café y caña que fueron al lecho del río Guatapurí, pero lo más preocupante es que el derrumbe se originó desde la parte alta del cerro Donarua, donde la altura y la pendiente facilitan este tipo de fenómenos.
Tenemos que entender que el río Guatapurí no es sólo el que corre desde la bocatoma hacia abajo y que ha tenido el apoyo para su conservación de propios y extraños. Es en la parte media y alta donde están las fuentes hídricas, los nacimientos, las lagunas, las montañas y los restos de páramos que cada día se agotan. En estas mismas zonas es donde viven poblaciones ancestrales constituidas por arhuacos, koguis, kankuamos y wiwas. Ese es su hábitat.
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Es por ello que esta parte del río clama por una visión global que contemple el cuidado de la biodiversidad; programas de electrificación rural y estufas ecológicas de leña; proyectos de reubicación de familias a zonas que reúnan condiciones agroecológicas adecuadas que permitan no solo la seguridad alimentaria sino que conserven sus usos y costumbres étnicas; proyectos de reforestación donde los parceleros sean los ejecutores, o sea, pagar por conservar y capacitar nativos como guardabosques.
El cambio climático nos da lecciones: nos ha demostrado que no somos los únicos dueños del planeta tierra y que debemos proyectar, actuar y vivir en armonía con la naturaleza. Nuestros indígenas “pagan a la madre tierra por lo que disfrutamos de ella, como es el aire, la luz, el agua y el suelo”.
Invitamos a la Oficina de Gestión de Riesgo de Desastres que se practique una inspección técnica en la finca El Caquetá ubicada en la cara posterior del cerro Donarua y donde ocurrieron los derrumbes en la vereda cangrejal del corregimiento de Guatapurí.
Por Hernando Arias.