Por Marlon Javier Domínguez
Hace un par de días reflexionaba con mis estudiantes sobre el ateísmo, sus causas más frecuentes y el gran auge que ha alcanzado en los últimos tiempos. Sin duda nos encontramos ante un fenómeno de talla mundial, excitado tal vez por el despertar de la razón humana, que ha empezado a ver en las religiones respuestas insatisfactorias a sus interrogantes más profundos; tal vez movido sólo por el deseo de eliminar todo fundamento último de la moralidad, para vivir sin problemas en un mundo cada vez más irracional en el que todo se vale.
Una jovencita de ojos expresivos y viva inteligencia hizo girar inesperadamente nuestros razonamientos: “no es necesario creer en Dios para ser bueno”, dijo. Y alguien más añadió: “tampoco significa que es bueno todo aquél que cree en Dios”. – ¡Cómo me encantan estas clases! En ocasiones me parece estar fuera del mundo superficial en el que muchos viven como autómatas sin utilizar la razón y, entre filósofos de diez años, me siento el más afortunado de los maestros -. A continuación, entonces, discurrimos sobre la existencia de“creyentes ateos” y de “ateos creyentes”, llegando a la conclusión de que entre las causas de la desilusión religiosa debe ubicarse en un importante lugar la dicotomía entre la fe y la vida de muchos que afirman creer: “Si los cristianos vivieran convencidos de que su Dios existe, hasta yo creería”, afirmó un ateo.
En el Evangelio que se lee hoy en la Misa (Mateo 5, 13 – 16) Jesús insiste en la necesidad de que las buenas obras de sus discípulos brillen ante el mundo, para que así todos crean. He aquí el gran reto de quienes decimos creer en Dios: lograr armonizar la fe y la vida, de tal manera que nuestro actuar sea una motivación a la fe para los incrédulos.
Las personas que veían al grupo de los apóstoles, luego de la resurrección de Jesús afirmaban admirados: “Mirad cómo se aman”. ¿Es eso lo que pueden decir quienes observan nuestro actuar? ¿O, más bien, viendo al político corrupto, doble y oportunista, al ladrón, al asesino, al deshonesto, al mentiroso, al evasor de impuestos, al inmisericorde, etc., comentarán “¡y eso que creen en Dios!”?
Nadie puede lavarse las manos con pretensiones de inocencia: somos todos culpables. El quid del asunto está en nuestro descuido o compromiso diario por ser lo que debemos. ¿Reflejan nuestras acciones el deseo de una vida buena, conforme a los principios y valores universales y/o religiosos? ¿Son nuestros actos inspiración e impulso para construir un mundo más justo y mejor o, por el contrario, invitan a la desesperanza y azuzan el fuego de la destrucción? Nadie va a hacer por ti lo que a ti mismo te toca hacer. Responde y actúa en consecuencia.