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Relatos de soledad

Thea se sabe todas las respuestas. Incluso antes de que el animador termine de leer la tarjeta, ella ya está apuntando la solución en la hoja de nuestro equipo. Viene a concursar cada día por medio desde hace casi un año con la religiosidad intacta de las plañideras de los cementerios a las misas de las 4 de la tarde. Su letra de profesora de colegio revela por igual su oficio y lo hastiada que está de enseñarle las tablas de multiplicar a niños de primaria. No importa el tema: Harry Potter, Games of Thrones, o la versión gringa de “100 colombianos dicen”, Thea se ha convertido en la jugadora suprema de trivia.

Gana todas las rondas ya sin querer y acumula premios que nunca redime porque lo que busca no está en el sobre ganador. Ni tiquetes de Broadway, ni sesiones de masajes en Chinatown, ni tarjetas de la Metrocard recargadas, Thea solo busca que las probabilidades jueguen a su favor por una sola vez en alguna de todas esas noches, que la Divina Providencia se acuerde de ella antes de que los 30 le conecten un gancho a la quijada y sus tías empiecen a invitarla a jugar cartas los viernes por la tarde. Tal vez, en el día de su suerte, el azar le sentará al lado a alguien para que hagan equipo durante esa velada y para el resto de la vida.

Se abren las puertas del tren e ingreso al vagón del metro en aquella madrugada cualquiera. Para mi sorpresa, todas las sillas están ocupadas a pesar de la hora. Ninguno es el típico tiburón de traje que se mueve por las aguas turbulentas de Wall Street, obviamente, ellos son animales que no pertenecen a este ecosistema nocturno. En su mayoría son trabajadores trasnochados que terminan su turno antes del alba y que con los rezagos de energías que les quedan arrastran su cuerpo hasta casa en algún barrio difuso a las afueras de Manhattan.

Adentro reina la parsimonia y el aire se va tornando espeso como una gelatina sin sabor. Suspendidos en un vacío eterno todos cabizbajos miran a sus pantallas con la luz azul reflejándoseles en las pupilas. El silencio de un sepulcro digital nos embriaga mientras los colores se distorsionan con su raudo transcurrir entre los cristales de las ventanas. Como nunca antes, parado allí en medio de los habitantes anónimos de la línea 1 a Harlem, tuve la certeza de que si un infarto fulminante me despachaba prematuramente en ese mismo instante a ninguno de los presentes le importaría. Esa es la dualidad venenosa de Nueva York, la certeza de que siempre estás rodeado de gente, pero a la vez infinitamente solo.

Entonces vuelvo a pensar en Thea y jugueteo con el sobre de los pases dobles para el Museo Guggenheim que me regalaron su destreza para memorizar datos irrelevantes y mi habilidad para no hacer estorbo. En un mundo donde todo viene para compartir entre dos, rezo porque mañana las estrellas se confabulen con ella.

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Fuad Gonzalo Chacon: