La democracia en las naciones latinoamericanas, en el actual mundo globalizado, necesita una reingeniería institucional, en razón a que ha sido diseñada en el contexto de sociedades constreñidas por las fronteras nacionales, concebidas como barreras que separan a los estados naciones en vez de integrarlos.
La realidad política y económica actual exige que la democracia se reinvente. El ejemplo de la Unión Europea y la fuerte descentralización política de las naciones desarrolladas, lo confirman.
Unir los Estados naciones en el mundo globalizado, en una visión federalizada de la vida democrática, es una exigencia de hoy. Esta exigencia implica que la democracia no puede permanecer con instituciones de épocas ya superadas. Esto requiere un cambio de mentalidad, pero lo primero es identificar que la realidad indica que somos ciudadanos del mundo y que debemos estar preparados para serlo.
En “La democracia en América Latina: un modelo en crisis”, Juan Pabón, dice: “Las fronteras nacionales tienen que ser puntos de unión y de crecimiento y cimientos para la construcción de una nueva América Latina. Nuevos contratos estatales se requieren, es decir, nuevas cartas constitucionales necesitan ser consensuadas por el poder constituyente, que no es otra que la ciudadanía en condiciones de libertad política”.
Dominique Rousseau, en su obra “Radicalizar la democracia. Propuestas para una refundación”, coincide en que la urgencia de democratizar el espacio público no solo implica desestatizarla, sino mundializarla o, más modestamente, darle al mundo por horizonte”. Por lo que invita a democratizar el espacio público que es lo mismo que radicalizar la democracia.
Esta debe ser la visión de la democracia en los países de América Latina, y muy en especial, en la nuestra fuertemente centralizada. El mundo es el horizonte de las democracias, no puede ser otro. Para estar fuertes se requiere fortalecerla en nuestra nación. Tenemos que ir a la raíz, al ciudadano. Ir a la ciudadanía es devolverle el poder al ciudadano de las regiones.
Así de claro. Descentralizar la política es descentralizar el poder político. Y, en un mundo globalizado para que una nación sea fuerte se necesita que el ciudadano de las regiones asuma su poder político. La experiencia, tesoro de la sabiduría, enseña que “el que mucho abarca poco aprieta”. La centralización política, propia de los Estados centralizados como el nuestro, se caracteriza porque el poder central abarca mucho, pero aprieta poco, es decir, es ineficiente.
En otras palabras, la centralización política centraliza y organiza el desgobierno y debilita al Estado y la nación. En este sentido, es bienvenida la Ley de Regiones que, el Parlamento ha aprobado mediante el previo trámite de sus cámaras. En la Cámara de Representantes el proyecto de ley obtuvo una mayoritaria y significativa aprobación. En el Senado obtuvo una votación unánime, lo que muestra que el consenso ha ido creciendo a medida en que se delibera acerca de las ventajas de la descentralización.
El presidente de la República tiene la oportunidad de impulsar el proceso de regionalización de la nación. Por el momento, se espera de su sanción a la Ley de Regiones. No dudamos que la sancionará en forma oportuna y la ciudadanía de las regiones lo mirará como un acto de responsabilidad con la democratización del país y el fortalecimiento institucional. Esta ley es buena y contribuirá a la paz.