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Recuerdos y gratitud

Hacer un arqueo de los momentos afortunados y, en cierto modo, fundamentales que hemos tenido, nos llena de una gratitud muy grande, aunque trate de ahogarnos la nostalgia. Me pasó en estos días cuando recordé el principio de mi misión periodística, en esta región a la que he entregado mi trabajo, mis aciertos, mis desaciertos y mis asombros.

El haber logrado llevar las ocurrencias diarias del Valle, del Cesar y Sur de La Guajira por más de veinte años, a todo el país, se lo debo a dos hombres que calladamente hicieron parte de la historia comercial de la región. Ellos, Luis Antonio Castro, que ya está en el cielo, y Ángel Castro que sigue tesoneramente en su trabajo, tuvieron confianza en mí. Cuando siendo yo muy joven y sin experiencia me escogieron como corresponsal y cronista de El Espectador.

Fueron ellos los que trajeron el mencionado periódico a la región; antes se leía cuando alguien lo traía de Bogotá. Ellos, en un pequeño negocio de revistas que después se convertiría en la librería más reconocida de la región, se hicieron cargo de la distribución del periódico más antiguo del país durante veintiún años, fueron los consignatarios, muy estimados por Guillermo Cano.

Trabajaron con empeño, llegaron del Huila atraídos por una ciudad que comenzaba a abrirse paso entre las de las oportunidades en el país. Fui testigo de la tenacidad que le imprimieron a su labor, porque construyeron no solo un negocio, sino que silenciosamente fueron y siguen siendo colaboradores de instituciones que han necesitado de ayuda.

Pues bien, allí comencé a ser corresponsal recién graduada, Antonio, el inolvidable Toño, me ayudó a volverme una experta en el manejo del Telefax y otros aparatos de la época; y de un momento para otro me sentí parte de la familia Castro – Castro. Sentí un trato maternal por parte de doña Rosa, la matrona correcta y trabajadora, y el afecto de sus hijos, que ya mencioné y de Margoth, la bonita y distinguida.

Cuando se publicó mi primer libro, ¡Los muertos no se cuentan así!, el más contento era Toño Castro, lo exhibió en la vitrina de la librería y me dijo: “No se afane porque lo conozcan que los libros tienen pies pequeños pero van a dar muy lejos”, y hasta hoy siguen apoyándome.

La nueva generación, con Fernando como subgerente y Juan Carlos de administrador, sigue impulsando mis libros y con el mismo espíritu de colaboración que heredó de sus mayores, colaborando con causas sociales.

Allí está el lugar en el que día a día registraba las noticias del Valle, y está el afecto que siempre encuentro cuando entro al recinto de los libros, como lo llamo, y para sentirme más familia, he sido profesora de los hijos de Juan Carlos, alumnos altamente inteligentes, apoyados por el cariño y responsabilidad de su papá.

Esta familia, de la que me siento parte, seguirá en su tesonera labor bajo la dirección de Ángel, e inspirados en el recuerdo de Toño y doña Rosa; inolvidables.

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