Era una parranda para festejar los setenta años del abuelo. Yo tenía ocho y observaba todo, quizá más acuciosa que ahora, creo que ya afloraba en mí el interés periodístico y mucha curiosidad propia de los años de infancia.
Comenzaron a llegar los invitados, todos eran hombres: un trio con guitarras y maracas; Un señor elegante con un serrucho, me pregunté “¿qué irá a serruchar?”. Eran como ochenta invitados.
Empezó la fiesta, el trío tocaba muy bonito, dos mujeres vestidas de negro con una pañoleta blanca se tapaban la cabeza y cocinaban afanadas; dos hombres como uniformados, repartían el whisky; a mí me dieron una bandeja con chicharrones de cerdo y bollos de maíz en trocitos, y los fui ofreciendo a cada uno de los invitados, comían, y me llamaban para repetir. Y así, yo llevaba las picadas y los meseros grandes se encargaban de lo que pidieran los invitados.
Se hizo silencio y el señor del serrucho lo dobló un poquito y con una varita, arco de violín, me dijo uno de los meseros; hizo sonar una música como venida del cielo. Cuando terminó lo aplaudieron y lo abrazaron; todos se abrazaban mucho, se reían, gritaban. De pronto se hizo silencio, uno de los señores dijo un discurso elogiando a Papaoncio, según él era el mejor hombre del mundo. El abuelo contestó, fue tan bueno su discurso que le gritaban: “Se le va a incendiar la cabeza”; Máxima, mi tía, que estaba detrás de mí me dijo en el oído: “Viste que es inteligente”; “Será solo para los discursos”, le contesté; “Respondes como una adulta, tu inteligencia la heredas de él”, dijo con una sonrisa burlona.
Comenzó de nuevo la música, el señor del Serrucho, que era de apellido Vidal improvisó: “Don Leoncio Rosas /es un hombre singular / por eso lo quieren godos y el partido liberal”. El abuelo contestó de inmediato: “Óyeme Vidal, óyeme Vidal, / Yo ye estoy agradecido / del cariño liberal / a este godo empedernido.” Los aplausos fueron atronadores.
De pronto se hizo silencio, un señor declamó, moviéndose de un lado para otro: “Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela/, pero tenía marido./ Fue la noche de Santiago / y casi por compromiso / se apagaron los faroles / y se encendieron los grillos…”, me lo aprendí todo de tanto oírselo a los tíos, que ya se fueron a otra dimensión, llevándose los últimos rescoldos de romanticismo.
Así siguió la parranda, me aburrió, me aburrió y me aburrió; solo me gustó el sonido del serrucho. Yo sabía que ese instrumento era para cortar madera así lo vi hacer a un ebanista del alma, pero no sabía de la magia que escondía y que desgranaba con una música como extraída del cosmos.
Ya, entrada la noche se fueron despidiendo, casi todos borrachos, abrazaban al abuelo y le hacían muchos elogios, como si no quisieran irse.