Con ocasión del ‘Año del Centenario de Manuel Zapata Olivella’, les comparto esta cuartilla escrita doce días después de su fallecimiento, el 19 de noviembre de 2004: “Lleven mi cuerpo a la Universidad Nacional, donde estudié medicina, para que toda la negramenta pueda ir a cantar y bailar”, fueron las palabras del hombre que afirmaba que la Ceiba de Agua era realmente un árbol sagrado de Senegal, llamado Baobab, en el que en su copa habitan los ancestros de los esclavos, encargados de cuidar a los vivos y que llegó a este continente como semilla, en el único lugar seguro y húmedo de los barcos negreros: la vagina de una esclava. “Quiero que el río me lleve por el mismo camino por el que llegaron mis antepasados a este continente, quiero encontrarme con los viejos que murieron durante el viaje por el Caribe y que la marea me lleve de regreso a África”. Murió comprometido en volver, volver a vivir en un Baobab de Lorica, como nuestra sangre volvió para vengarse en el jazz y en la cumbia, en Luther King, en Pelé, en Celia Cruz y en tantas otras y tantos otros orgullos de nuestra raza.
Su justa petición fue cumplida y el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional alojó durante tres días los restos mortales del médico, escritor, investigador, antropólogo, folclorista y defensor de comunidades afrocolombianas, Manuel Zapata Olivella. Tres días de danzas y manifestaciones folclóricas, sin aplausos, en compañía de su esposa Española, Rosa María Bosch y sus dos hijas pacíficas, Harlem y Edelma. Pacíficas o Pacenses de La Paz-Cesar. Terruño donde llegó atraído por el folclor Vallenato, en sus primeros años de médico. Donde siempre recordaremos las pobladas patillas y espesas cejas, como matorrales en tierra abandonada, del amigo incondicional de los jefes liberales perseguidos por la Policía conservadora durante la violencia bipartidista. Donde maravillado por la “Danza de los Negritos” del día de Corpus Cristi y sin tomarse un trago de licor, acompañaba las parrandas de la época con interés científico.
Su entusiasmo inicial por nuestro folclor, se convirtió en conocimiento profundo, motivándolo a organizar en el año 1953 la primera gira cultural por el interior del país. El frío capitalino fue profanado por los acordeones, cajas y guacharacas. Dos meses de aventuras en las que participaron, entre otros, Antonio “Toño” Sierra y Dagoberto López, folclorista y cantante de La Paz.
Algún día nos regaló tres libros, Tierra Mojada, Chambacú y He Visto la noche, ávidamente los devoré y encontré en ellos al hombre político, al que inculcó en la juventud de la época el carácter beligerante, al que soñaba con una organización laboral objetiva; la reivindicación de los derechos eran su permanente preocupación. Conocí al maestro y guía de generaciones. Conocí al vagabundo, ese aventurero que en tierras extrañas las vicisitudes lo hicieron volver a la medicina. Conocí al hijo adoptivo de La Paz. Aprendí a sentir por él además de respeto un profundo agradecimiento, porque gracias a él no voy a olvidar de dónde vengo. Manuel Zapata Olivella nunca morirá.
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