En Colombia se ha vuelto costumbre decir que aquí pasa todo y no pasa nada. Eso se repite por doquier y no faltan quienes lo hacen de manera pretenciosa, para descalificar a los que advierten riesgos y peligros.
Lo más grave es que ellos también viven en un país en el que apenas el 24 % apoya la gestión de un Presidente que dice estar cerca de firmar la paz, el 76 % tiene una imagen negativa del poder judicial, el 71 % del Congreso y el 79 % de los partidos.
Como si fuera poco, la inmensa mayoría cree que se va por mal camino. ¿Será que esto importa poco porque es el resultado de una sola encuesta? Es verdad que se trata de la fotografía de un día. Sin embargo, resulta preocupante que la misma imagen se esté registrando desde hace varios años.
No estamos atravesando un sentimiento colectivo pasajero influido por alguna coyuntura negativa. Se está expresando una posición social profundamente crítica de todos los poderes del Estado. De ahí a un salto al vacío hay solamente un paso.
Los ejemplos de las sociedades que han decidido optar por un camino nuevo y desconocido como resultado del hastío, no de la convicción, son muchos. Y también son numerosas las lecciones sobre lo que sucede cuando la gente prefiere cualquier cosa, con la condición de que sea distinta a lo que existe.
En Colombia está madurando ese ambiente pre-chavista, para hacer referencia solo a lo que sucedió en Venezuela, de manera continua.
Falta solo el “outsider”, es decir, la figura que simbolice novedad y rebeldía frente a lo que sea o parezca establecimiento. Porque los demás ingredientes se han puesto en la olla con diligencia digna de mejor causa.
A estas alturas no hay que temerle a un cambio ordenado, sino a una explosión caótica que sea hija del malestar y la indignación existentes. Por esa razón, debe actuarse con alto sentido de la responsabilidad histórica.
Este no es el momento para profundizar las brechas ni echarle sal a las heridas. Tampoco puede creerse que el acuerdo con las Farc, hecho sobre un mapa de fracturas sociales y desconociendo la opinión de muchos colombianos sobre asuntos centrales, producirá el efecto mágico de unir un país dividido e ilusionar a la ciudadanía desencantada.
Como lo que nos afecta es una crisis colectiva de confianza, es eso lo que hay que reconstruir. Para tener éxito en semejante tarea, no hay fórmula diferente a la de actuar con gran visión de Estado e inmensa generosidad por parte de quienes ostentan transitoriamente el poder.
Seguir jugando a la política chiquita, esa que alimenta el rechazo del pueblo a lo público, acercaría más a Colombia al punto de quiebre que tantos dolores le ha causado a otras naciones.
Ojalá haya grandeza, mucha grandeza, para evitar lo que podría ser verdaderamente catastrófico. Tengámoslo presente: reconstrucción o desastre.
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Por Carlos Holmes Trujillo G.