Todos tenemos un lugar al que siempre volvemos o queremos hacerlo. Me sucede con una casa grande, de esquina, de paredes de barro y techos de palmas, siempre pintada de amarillo. Me gustaba porque aparte de lo espaciosa, guardaba los recuerdos de mis abuelos maternos, de mi familia materna, de mis hermanos, de mis padres y de mi infancia.
Cuando entro a ella, utilizando una de sus múltiples puertas, lo hago a través de mis recuerdos de infancia y juveniles, aunque después quede en mi paladar el sabor a tristeza a ausencia, como bien lo dicen los compositores Cesar Miró y Alcides Carreño, en la canción ‘Todos Vuelven’.
Me sucede con la casa donde vine al mundo, vuelvo a ella a través del olor al anón, fruta que quizá nunca consumí en ese lugar, pero cuyo árbol conocí y supe que mi padre lo había sembrado. Esto me llevó a creer, durante años, que era de propiedad de mi familia, pese a que ya la casa donde estaba no nos pertenecía. La fragancia forma parte de lo que el novelista Carlos Ruiz Zafón identifica como imágenes de la infancia que se quedan grabadas en el álbum de la mente como fotografías, como escenario a lo que, sin importar el tiempo que pase, uno siempre vuelve y recuerda.
Le pasó al compositor Mariano Enrique Pertuz, al componer la canción vallenata Rastrojito de mi Patio, grabada por los Hermanos Zuleta en 1984. Recordando un matojo o mata, se transporta a su niñez. Bien lo dijo Marcel Proust: cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar, no se extrañan los sitios sino los tiempos.
Mariano Enrique Pertuz es uno de los tantos compositores de música vallenata nacidos a orillas del río Magdalena, exactamente en Calamar, Bolívar. Él es el autor de canciones como ‘El Amor y la Baraja’, ‘La Desentendida’, ‘Invitación Parrandera’, ‘San Isidro Labrador’, entre las más destacadas, grabadas por los Hermanos Zuleta.
Hijo de una mujer contestaria y liberal gaitanista, Candelaria Barrios, con quien abordó, a los dos años de edad, uno de los buques que navegaban el río Magdalena, que los llevó a Tenerife. En ese lugar se hizo operaria de una fábrica de tabaco, de la que salió, al lado de compañeros de trabajo con los que se había agremiado para defender sus derechos laborales, a vengar en Plato, la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.
Ellas y sus cuatro hijos se quedaron en este lugar, donde conformó un nuevo hogar, y en el que se vio en la necesidad de entregar a Mariano a la familia Díaz, para que, a cambio de techo, comida y la promesa de mandarlo a la escuela, hiciera los mandados en la casa.
Fue el tiempo en el que se encontró con su padre, Mariano Enrique, un hombre de campo con el que vivió en varias fincas cercanas a Plato. Es producto de su relación con lo rural por lo que le canta al rastrojito, diciendo que fue el lugar de defensa donde se escondía cuando su viejo le quería dar unos lapos.
El diccionario virtual de la Real Academia de la Lengua trae cuatro definiciones de la palabra rastrojo, la más cercana a la utilizada por Mariano en su canción es quizá la de terreno cubierto de maleza. Pero el rastrojo también es un lugar, sin las características dadas por este catálogo de palabras, al que el compositor va, a través de las evocaciones de su niñez y de su juventud, y lo hace porque de ese tiempo mantiene recuerdos gratos. Remembranzas en las que, según Gabriel García Márquez, la nostalgia, como siempre, participa borrando los malos y magnificando los buenos.
La música y la poesía son el vehículo perfecto para llevarnos a nuestros recuerdos, para cantarle a ellos, como lo hace Joan Manuel Serrat, en la canción ‘Nací en el Mediterráneo’:
Quizás porque mi niñez
Sigue jugando en tu playa
Y escondido tras las cañas
Duerme mi primer amor
Llevo tu luz y tu olor
Por dondequiera que vaya
Como lo hizo José Alfonso Chiche Maestre, al asegurar en la canción ‘Recuerdos de mi Tierra’, que quiere ser ese niño que un día tanto jugó, tanto corrió con su inocencia de papel. Periodo de su vida del que daría cualquier cosa por volverlo a vivir. Como lo cantó Fredy Molina admitiendo que no volverían los tiempos de las cometas cuando niño pedía brisas a San Lorenzo, y sabiendo que esos momentos que vivió no volverían a existir, lo que le partía el corazón.
Me sucede, sin ser compositor o poeta, cuando me transporto, a través de mis recuerdos, al tiempo feliz en el que mi padre me llevaba todas las tardes, agarrado de la mano, a ver llegar el atardecer al río Magdalena, a observarlo mientras la brisa lo erizaba. Aun lo hago y casi siempre siento como su mano se une a la mía, para juntos seguir viendo el atardecer y el río. Y mientras lo hago, evoco la canción de Carlos Huertas, en la que dice que es difícil olvidar aquellos hermosos tiempos, los que cuando solemos recordarlos duele y el alma sufre.
Es que como lo dijo Neruda, recordar las cosas que se han ido es, en definitiva, una manera de retener algo de ellas y eso, quizá, rescata un poco la alegría pasada, cuando la felicidad era plena, total. Sin embargo, ese recuerdo de la felicidad que se fue encierra en sí la misma, indestructible, tristeza.
El Yucal, de donde Mariano Enrique Pertuz se fue a los dos años, no es uno de sus rastrojitos, porque no hay en su mente un solo recuerdo que lo lleve allá. Lo es Plato, que es el lugar donde legalmente nació, al que denomina su tierra santa. Lo hace a través de la canción ‘Dicen que soy vallenato’.
Sin embargo, suele suceder que se sienta nostalgia por una localidad que no conoces, pero a la que estás ligado a través de un hecho trascendental en tu vida. Como el que nace en un sitio al que no conoce, y al que añora volver.
Como el que lo identifica y añora caminar por sus calles, producto de escuchar, permanentemente, a una persona hablando de los buenos recuerdos vividos en ese lugar.
Bajo el árbol solitario del pasado
Cuántas veces nos ponemos a soñar
Todos vuelven
Por la ruta del recuerdo
Julio Cortázar dijo que después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Le sucedió a Carlos Huertas cuando cantó que era difícil olvidar los hermosos tiempos, a pesar de que cuando lo hacía le dolía el alma. También le pasó a Mariano Enrique, cuando al reconocer que estaba a pocos pasos de la vejez, le cantó al rastrojito de su patio.
Por Álvaro de Jesús Rojano Osorio.