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Rafael Carrillo Lúquez Filosofía visionaria

Foto cortesía

La ley es dura pero es la ley, es un paradigma del positivismo legalista, aquel que cree y rinde culto a la letra y a su gramática, como un fin en sí mismo que, al ser replicado en decisiones judiciales, produce sensación de seguridad y confianza en el ordenamiento jurídico por parte de la sociedad.

La Teoría Pura del Derecho de Kelsen, en cierta manera, es la renovación moderna del paradigma greco-romano milenario, empero, somete las escalas y niveles normativos a un condicionamiento superior gradual, hasta llegar al último escalón, que es la Constitución en forma de pirámide jurídica (validez), todo lo cual debía mantenerse asépticamente liberado de la ética y el valor, lo que de alguna manera chocaba con la naciente filosofía de los valores de finales del siglo XIX y principios del XX, conllevaba a que se afirmara que, dice García de Enterría, “la instauración del Estado Legislativo en Europa con la Revolución Francesa intentó reducir al Juez a una máquina neutra subsumir hechos concretos en los supuestos de las Leyes” (Cfr. Bernard Schwartz, Los diez mejores jueces de la Historia norteamericana).

La filosofía jurídica, fundamento del constitucionalismo moderno, ha sido alimentada sin duda alguna por la filosofía de los valores. De por sí, la filosofía tiene una tendencia axiológica, de allí que, si los filósofos jurídicos se nutren de la filosofía de los valores, lo que implica necesariamente que se le ha ganado la partida al “formalismo jurídico”, resulta obvio dice el gran filósofo vallenato, se impone una “dirección axiológica del derecho”, que a su vez, comporta una “ética material de los valores”, donde se reclama que los mismos abandonen el simple formalismo y se constituyan en realidades, así en ciertas o en muchas ocasiones no se realicen, especialmente cuando se trata de los valores más altos.

Los valores, por su misma ontología, son trascendentes dice Carrillo y como obra humana tiene que ser llevada a la realidad, toda vez que “el hombre no se entrega a crear lo que él no puede realizar, pues ya lo uno implica a lo otro”, por lo que “viendo las cosas en su fondo, creación y realización es lo mismo”; el valor es conciencia universal. Tiene naturaleza objetiva y conlleva a la creación de un “sistema axiológico”, mismo que, por supuesto, implica una “dirección axiológica”; en otras palabras, tiene necesariamente que trascender como “aceptación de una realidad primaria” que conlleva a su ontologización en cuanto y tanto el valor es “principio fundamental de la vida misma” (Carrillo, El ambiente axiológico de la teoría pura del derecho).

Mencionamos a un filósofo colombiano que escribió en 1947, muy seguramente madurando sus ideas con muchos años de anticipación, pero muy bien dichas palabras, podrían y pueden estar en boca de cualquier constitucionalista moderno y contemporáneo.

De todos modos, la similitud sustancial o material con lo que se ha dado en llamar interpretación constitucional, es asunto que sorprende, sobre todo si se tiene en cuenta que las primeras constituciones de corte material, que ejemplifican el estado actual de la cuestión en occidente, datan de 1947 (italiana) y 1949 (alemana). Un hombre visionario, cuyo valor no ha sido advertido en Colombia en materia constitucional, inspirado en Kelsen y su Teoría Pura del Derecho, comprendió como muy pocos a temprana edad del constitucionalismo moderno, su valor trascendente que adquiriría en los recientes años.

Hizo de un formalismo jurídico anclado en la validez formal de la norma del constitucionalismo antiguo o legalista, el puente de paso al constitucionalismo moderno anclado en la legitimidad material, lo que caracteriza a las constituciones de corte material como la española de 1978 y la colombiana de 1991, para las que parecería escribir si no supiéramos que estamos hablando de una publicación de 1947 (Carrillo, ibídem).

El relativismo de los valores que resulta superado con el constitucionalismo de posguerra y sus constituciones expresivas, lo logra concebir Carrillo con su propuesta visionaria pero muy seguramente no entendida en nuestro país, pues tomando como punto de partida a Max Scheler, uno de los grandes padres de la filosofía de los valores, plantea al mundo ya una visión de los valores constitucionales fundados en el hombre, quien es precisa y exclusivamente el que los puede “captar a plenitud y en su importancia”, por ello, igualmente al ser “captada la teoría del valor como objetividad”, dotada de trascendencia, resulta “elevada al rango de objetividad” introduciendo así un “reino objetivo”, concepto que fue aprehendido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Por tanto sólo cuando se realiza el valor se obtiene el reconocimiento de y se constata su trascendencia en términos de su epojé (Carrillo, ibídem), es decir, en términos de excelencia, lo que en nuestro sentir equivale a lo que se conoce en la jurisprudencia constitucional como “justicia material”, realizadora de la justicia sustancial a cargo de los jueces de la República (Preámbulo y artículos 1, 2, 4, 93, 94 y 228 constitucionales).

El valor, que está más allá de la norma suprema que es la Constitución, le imprime a ésta su sentido estimativo, creando un sistema axiológico que direcciona, en tal sentido, la interpretación y aplicación de la norma jurídica. La norma jurídica, para la época en que escribió Carrillo daba cuenta en términos del positivismo jurídico legalista de un supuesto de hecho y otro de derecho, a partir de lo cual funcionaban los conceptos de “relación proposicional lógico-conceptual” o “relación proposicional lógico-imputativa”, que en términos de equivalencia se corresponderían con lo que modernamente se conoce como “normas reglas”, pero también afirma, que si estás normas valen en tanto pertenecientes al sistema positivo, otras no consignadas por éste también valen, lo que sin duda alguna anticipaba el contenido de lo que es hoy el artículo 94 de la Carta Política, según el cual la inexistencia de regulación positiva de derechos fundamentales inherentes a la dignidad humana no será óbice para reconocerlos, lo que ratifica el literal c) del artículo 29 de la Convención Americana de Derechos Humanos en armonía con el artículo 93 de la Carta Política.

Y ello es así, en tanto la norma “es un esquema de interpretación”, por lo que “irradia sentido jurídico sobre la situación de hecho que es una determinada conducta humana”, por lo que todo acto y acción humana están referidos “a norma y valor”, con sentido jurídico dado su “sentido objetivo, que recibe en última instancia de la norma suprema, fuente de toda juridicidad” (Carrillo, ibídem).

Todo valor proviene de la comunidad y de ello da cuenta la filosofía del derecho, de manera que “norma originaria y valor coinciden”, es una “instancia metajurídica” donde norma y valor se equiparan (Carrillo, ibídem), lo que en términos modernos significa que los valores constitucionales son normas, valen en cuanto tal, en cuanto y tanto la constitución es “norma de normas o norma que norma”, según sus artículos 1, 2 y 4 de la Carta Política.

Si ello es así, entonces, como dice Carrillo “cuando se nos dan los valores, lo hacen viniendo acompañados de un deber ser realizados”, toda vez que “el deber ser es una relación adherida al valor y a la norma originaria, transmitiéndose de ésta al resto del ordenamiento jurídico positivo”, debiendo el juez, en cuanto hombre, captarlo inteligentemente y realizarlo, habida cuenta que se hace imperativo por virtud de “la conexión en que se encuentran las relaciones proposicionales lógico-imputativas y las relaciones proposicionales lógico-axiológicas” (Carrillo, ibídem), lo que muestra la relación hoy existente entre normas-regla y normas-principio a las cuales equivalen, respectivamente, los dos tipos de proposiciones antes mencionadas por el filósofo vallenato.

De allí que diga, por supuesto partiendo de una ontologización de los valores, que “el ser en sí, es, pues, una característica común de la norma originaria y el valor” (Carrillo, ibídem), esto es, de los principios, valores y derechos constitucionales fundamentales y de las normas que componen el ordenamiento jurídico positivo, particularmente de aquellos provenientes del Orden Público Internacional de los Derechos Humanos, como cometidos de los jueces de la República (Ordóñez Solis, Jueces, Derecho y Política).

El juez sobre la base del ordenamiento jurídico, presidido principialísticamente por la Carta Política como «norma de normas» (artículo 4 de la Carta Política) y la teoría de los derechos fundamentales producto del constitucionalismo moderno, no es la mera boca de la ley, sino esencial, principal y fundamentalmente un creador de la “regla jurídica” aplicable al caso concreto sometido a su estudio. Esto es, como lo ha entendido la doctrina, el juez es a quien en un moderno Estado Social de Derecho le compete asegurar la justicia material: “La responsabilidad por la solución justa de los casos particulares se traslada progresivamente de la ley al tribunal” (Klaus Vol, “Los principios del proceso penal y la sociedad posmoderna: contradicciones y perspectivas”).

El juez tiene la tarea fundamental de superar el razonamiento silogístico de otroras épocas, puesto que le compete no sólo buscar una solución conforme a la ley, sino “también equitativa, razonable y aceptable”, esto es, “justa y conciliable con el derecho en vigor”. Debe superar la demagogia y la exageración de lo puramente formal en detrimento del contenido (Robert Alexi, Teoría del discurso y derechos humanos).

Ha dicho Ordóñez Solís, siguiendo a Perelman, que “el juez ya no es la mera boca de la ley, al moverse dentro de un importante margen de apreciación, donde elige no sólo con fundamento en las reglas aplicables de derecho sino por la búsqueda de la solución que mejor se adapta a la situación. Y es inevitable que sus elecciones las haga en función de juicios de valor”; en fin pues, de manera inconcusa “se transfiere al juez la responsabilidad de considerar las posibles soluciones alternativas”.

Como olvidar al gran Maestro. Su teoría es, al constitucionalismo moderno, lo que el canto del “amor, amor” es a la música Vallenata.

Por: Carlos Arturo Gómez Pavajeau

Categories: Especial
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