Cuando me encuentro con Andrés Salcedo, recupero el tiempo que no viví ni conocí de Valledupar y me nutro de ese espíritu fresco que tiene él, pese al paso de los años, cuando nos cuenta todas esas historias que reafirman el ‘Macondo’ que hay en cada rincón del Valledupar de ayer, que se niega a morir como muchos personajes y cantos que nacieron con esa tierra que merece mejor suerte. Es un hombre bueno, que da todo a cambio de nada. Es alegre, transparente y hace parte de los seres especiales que hay en mi alma.
Hablar de él, me permite poner en vigencia unos rollos de esa película, de la cual su figura emerge como el más protagónico. Su suelta diatriba, me lleva al nacimiento de un medio que nos dio todo y permitió que la provincia recurriera a ella, para dejar de ser invisible. Radio Guatapurí y Andrés Salcedo es una sola vida como lo es para todos aquellos que la crearon, trabajan o no y la escuchan.
¿Cómo era ese Valledupar que usted recibió a su llegada?
“Valledupar era en 1963 un pueblo en ebullición como esos lugares del oeste que veíamos en el cine en donde coincidían gentes de ley y aventureros, sheriff y forajidos, grandes damas y prostitutas. Un pueblo grande y acogedor que atraía por igual a santandereanos del sur y a costeños de todos los matices y procedencias. Era un gran vividero, Valledupar. Creo que lo sigue siendo a pesar de todo. Para ese tiempo, era apenas una modesta y aislada ciudad del Gran Magdalena; pero su gente era cordial, hospitalaria y te brindaban su amistad sin esperar nada”.
¿Por qué llega a Valledupar?
“Llegué contratado para dirigir la Radio Guatapurí que tenía serias dificultades legales para salir al aire debido a que en la ciudad ya había otra emisora, Radio Valledupar, y su dueño estaba haciendo hasta lo imposible por torpedear la salida de una competencia. Radio Valledupar funcionaba en el mercado público y se dedicaba, casi todo el día, a moler música y a pasar servicios sociales.
Resulta explicable que al llegar nosotros que éramos todos muy jóvenes y veníamos repletos de ideas y de energía, toda la ciudad se volcara a la nueva emisora, donde se hizo la radio más fresca y novedosa de esa época en todo el país. Y lo digo con la mano sobre la biblia. Considero una afortunada coincidencia el haber compartido aquel año con un grupo de periodistas y locutores que, como yo, hacían sus primeras armas en el periodismo y mostraban en su trabajo un entusiasmo poco común. Casi todos procedíamos de Barranquilla”.
¿Pero cómo hacía usted para liderar ese proceso radial?
“Me asombra que yo, quien era el más joven, manejara a mis 22 años aquel grupo de grandes personalidades del micrófono. El dueño, Manuel Pineda Bastidas, era un samario emprendedor que había llegado al Valle como comandante de la Policía y se quedó a vivir allá. Con el tiempo fue alcalde y, después, empresario. El ‘Viejo Mañe’ es una de las más fascinantes personalidades que he conocido en el mundo de la radio”.
¿Quién era Manuel Pineda Bastidas?
“Como alcalde y empresario, Pineda condujo a la Valledupar provinciana de los años cincuenta a un progreso y una prosperidad que ya se notaban cuando nosotros llegamos en el gran movimiento de vehículos (casi todos jeeps y camionetas), en la cantidad de negocios que se abrían todos los días y en los litros de whiskey que se escanciaban por las esquinas.
Manuel Pineda fundó el primer cine, el primer almacén de electrodomésticos, la primera bomba de gasolina y no sé cuántas otras cosas más. En sus ratos libres era radioaficionado y toda la vida había soñado con tener su propia emisora de radio”.
¿Cómo se conocieron?
“Un día llegó a buscarme a La Voz de Barranquilla, donde Hernando Franco Bossa, quien en una de sus tragicómicas rabietas me acababa de despedir y prohibir la entrada a la emisora. Venía a ofrecerme el puesto de director de la emisora que estaba montando en Valledupar y que, según me dijo, ya había comenzado sus transmisiones de prueba.
Radio Guatapurí fue la emisora donde me proyecté como el hombre de radio creativo y abierto a todas las corrientes que creo haber sido desde entonces. Se lo debo sin duda al ‘Viejo Mañe’, que me puso su emisora en las manos y me dio carta blanca para darle forma y contenido”.
¿Quiénes le acompañaron en esa odisea radial?
“Tuve una gran aceptación pero debo reconocer y exaltar a los monstruos que me acompañaron; comenzando por mi amigo y brazo derecho, Alberto Colina, que ya en ese momento era la primera voz comercial de Colombia. Más tarde, el país entero conocería su talento y su inmensa calidad humana. A Alberto lo quiso todo el que tuvo el privilegio de trabajar con él, en todas las ciudades a donde lo llevó su espíritu nómada hasta su temprana muerte en 1970; cuando enfermo de gravedad cumplía el último contrato de su vida en Radio Libertad de Barranquilla.
Había regresado para morir desde esa Cali que fue su segunda patria y donde tanto se amañaba. Colina, más que yo, se metió a la gente del Valle en el bolsillo. Un tipo tan diáfano y ‘sencillote’ como él, parecía hecho a la medida de los vallenatos.
Los otros no se quedaban atrás. El banqueño Electo Gil Bustamante, muerto hace un tiempo ya, por muchos años el presentador oficial del Festival Vallenato. Cálido, mitómano y dueño de un estilo ‘abolerado’ al micrófono, el pueblo de Valledupar lo cuenta entre sus personajes míticos. Había otros dos locutores de algún recorrido en la radio barranquillera: Alejandro Viñas y Rafael Flores”.
¿Pero muchos de ellos tuvieron un final trágico?
“Viñas había tenido su cuarto de hora pocos años atrás en Radio Kalamary, una emisora de gran popularidad a finales de los 50 y comienzos de los 60. Flores era una súper voz. Un extraordinario locutor de noticias, lamentablemente con algunos desarreglos de la psiquis. Muchos años después, a finales de los 80, me lo encontré en una calle barranquillera.
Ya había perdido del todo la razón. Me aseguró que un enemigo le había echado cisco de carbón en la garganta para arruinarle la voz. Que aunque me lo había encontrado sucio y mal vestido, poseía el mejor guardarropa de la ciudad pero lo tenía guardado en el Hotel del Prado. Murió hace un par de años en el pedazo de acera que había convertido en su casa.
Más de una vez me he puesto a pensar en el signo trágico que ha acompañado a varios de los colaboradores de Radio Guatapurí y no he podido evitar una cierta sensación de pavor. William Rodríguez, poeta y control de sonidos, sufrió un accidente mortal cuando viajaba en moto. Diomedes Díaz comenzó allí como mensajero.
Oscar Macías Álvarez, excelente reportero antioqueño, persona de difícil trato, terminó sus días en el asilo de ancianos de Valledupar. Álvaro Castellanos, el mejor locutor de cabina que he conocido, fue asesinado en Santa Marta pocos años después de haber trabajado en la Guatapurí. Para no mencionar a la Cacica Consuelo, última propietaria de la emisora y quien en aquel mágico año de 1963 recibió de nosotros en Radio Guatapurí su primera oportunidad como periodista”.
Recordando ese tiempo, ¿cómo era ‘La Cacica’ en esos inicios?
“Ella era fogosa y hermosa mujer. Hablaba con esa sonrisa que tenía. Ella fue quien nos presentó a Gustavo Gutiérrez; un muchacho flaco, tímido y sentimental, que tocaba el piano acordeón y componía canciones tan hermosas como ‘La Espina’, la que le dedicó al amor platónico de su adolescencia, Cecilia Roncallo. Nosotros hacíamos programas en vivo con él. Sacábamos los micrófonos a la puerta de la emisora, que funcionaba en el último edificio del pueblo, frente a una bomba de gasolina. Gustavo se ponía a cantar y a tocar el acordeón, horas enteras.
La gente que escuchaba, aquellos shows improvisados, iba llegando y al rato no cabía un alma en la calle. Esa calle a medio pavimentar que llevaba a ‘Las Tablitas’ (Primeros de Mayo), un barrio de invasión situado a un kilómetro de distancia y que se convirtió enseguida, en la carretera a Barranquilla y Santa Marta (avenida Fundación). La gente paralizaba el tráfico y los enormes camiones antioqueños que tanqueaban en la bomba vecina, antes de abandonar la ciudad repletos de mercancía, debían esperar hasta que terminara el programa. Los choferes se quedaban encantados viendo tocar a Gustavo, desde las altas cabinas de sus vehículos, con un palillo entre los labios”.
¿Cómo era el mundo que vivía el vallenato en ese momento?
“La música que mandaba la parada en el Valle no era el vallenato sino la que hacía la orquesta de Reyes Torres en el Club Valledupar: porros, fandangos, guarachas, merecumbés y uno que otro bolero, para descansar en las tandas. El vallenato estaba prohibido en el club social y en muchas otras partes. Valledupar era una ciudad parrandera. Todavía lo sigue siendo, pero el clima humano ya no es el mismo.
En carnaval venía gente de todas partes, incluso de Venezuela, a bailar con las grandes orquestas de porro contratadas por las casetas. La de mayor éxito era la del maestro cordobés Antolín Lenes, con su cantante invidente, Lucy González, que actuaba en la caseta Brasilia de Marcelo Calderón, donde desplegaba su asombroso repertorio de bailarín el inolvidable; Víctor Cohen, bohemio y artista, que le cambió el rostro al tema social en Valledupar”.
¿Todo era incipiente en Valledupar, hasta la bohemia?
“La ciudad despegaba pero su bohemia seguía siendo la misma que acompañó sus últimos días de aldea. El ‘pintor’ Molina, El ‘Turco’ Pavajeau, Baute, ‘El peleonero’, Clemente Quintero. Alfonso Zalabata. Régulo Pineda, al que llamábamos ‘la Serpiente Emplumada’, el bohemio más recalcitrante y original de las noches vallenatas.
Todavía estaban vivos todos los personajes que aparecen en los cantos de Escalona. Y estaba, por supuesto, el propio Escalona, que se paraba en una esquina del parque con dos pistolas colgadas del cinto, rivalizando con el ‘Negro’ Rafael Suárez en el relato de historias auténticas e inventadas”.
¿Qué significa aún hoy, Valledupar para su vida?
“Fue una época hermosa. Una de las más hermosas de mi vida. Las primeras semanas y meses en Bogotá fueron duras. La nostalgia del Valle no me dejaba tranquilo. Dos o tres veces estuve tentado de volver. Una tarde incluso me había ya sentado en el interior de un bus, pero un viejo compromiso conmigo mismo me hizo desistir antes que, el chofer arrancara. Me bajé del bus y empecé a buscar trabajo en serio”.
¿Cómo es que Andrés resultó compositor?
“Así es, Valledupar y todo lo que viví, me hizo musicalizar todos esos detalles para conmigo. En 1964, con ayuda de una pequeña grabadora italiana que compré en una prendería de la carrera quinta, le compuse, ‘a punta’ de silbidos, una canción a Valledupar. Cuando estuvieron listos los arreglos, que me hizo el maestro Efraín Herrera, le llevé el tema a Lucho Bermúdez, que la grabó con su orquesta en Buenos Aires. Creo, sin falsa modestia, que es un buen tema. Ha resistido lo más difícil, que es el paso del tiempo. Muchos me dicen que es de las canciones más bonitas que se le han hecho a Valledupar”.
¿Los Vallenatos la consideran uno de sus himnos, qué piensa de eso?
“Aun así, creo que todavía le sigo debiendo a esa tierra, que tanto me dio en tan corto tiempo. Por eso sigo cantando en silencio ‘Valledupar edénico lugar’, no importa donde esté, porque esa tierra fue la que me hizo creer en mí. Me salvó de muchos fantasmas que uno en su juventud deja meter en su alma. Gracias a esa tierra logré ser lo que hoy soy, un hombre feliz”.
Por: Félix Carrillo Hinojosa / EL PILÓN